OPINION

No se juega con la prisión permanente revisable... ni con el miedo de la gente

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ace más de 18 años tuve la ocasión de acompañar a un colega de profesión a una rueda de prensa de un exetarra que, tras estar 11 años en prisión, había llegado a ser elegido parlamentario vasco y hasta miembro de la Comisión de Derechos Humanos de esa institución. La cuestión no era baladí, si tenemos en cuenta que al padre de mi colega le asesinó ETA cuando su máximo mandatario era, precisamente, ese nuevo diputado vasco, y él era solo un niño. Es complicado pasar por un ‘trágala’ como ese, pero lo que teníamos claro ambos es que nosotros éramos los buenos, y los que podríamos ayudar a que cada vez hubiera más convivencia y menos malos, por duro y alto que sea el precio a pagar.

Si cuando detuvieron a Josu Ternera (ahora huido) hubiera existido la prisión permanente revisable, seguro que habría estado muchos más años en prisión. Tal vez eso habría sido mejor que su supuesta reinserción social y su paso por la política vasca como alternativa a la violencia. Los nuevos ‘terroristas’ de nuestra sociedad son gente como ‘El Chicle’, Ana Julia, los culpables de la violencia de género, y todos los que atentan contra la vida y la integridad de las personas. Y la duda sobre si es mejor que se les apliquen las ventajas de un sistema penitenciario pensado para su resocialización, o meterles el máximo posible de años entre rejas, siguen persistiendo.

No se puede decir que el sistema penal español no contiene un elenco de condenas duro, con privaciones de libertad de hasta 30 y 40 años, y la figura de la prisión preventiva revisable con un límite mínimo de cumplimiento de 25 años. Pero resulta poco confortable escuchar como ‘El Chicle’ deja caer entre bambalinas que en siete años estará libre y podrá hacer su vida, gracias a un modelo que a veces prima los beneficios carcelarios, el tercer grado y la opción de la libertad condicional, por encima del cumplimiento total de las penas en los casos de extrema gravedad.

Si hacemos caso al artículo 25 de nuestra Constitución, todas las penas privativas de libertad deben estar orientadas a la rehabilitación social del que las sufre. Si tenemos en cuenta la jurisprudencia emitida al efecto tanto por ese tribunal como por el Supremo, ese mandato supone que “la respuesta adecuada del sistema punitivo y sancionador tiene que ajustarse a criterios de proporcionalidad, racionalidad, individualización y resocialización”, más allá de alargamiento en la privación de libertad por mero castigo o venganza.

Pero es muy difícil ser suave y socializador cuando se está ante crímenes como el del niño Gabriel, Diana Quer o tanto otros que estamos sufriendo, incluido el miedo que da dejar a los niños en la puerta del colegio tras conocer que ha habido intentos de secuestro. Entre esa percepción social de penas muy aligeradas en su cumplimiento, y el riesgo de que la prisión permanente revisable mal utilizada se pueda convertir en una cadena perpetua de hecho, o la consideración de que las penas de más de 20 años puede ser contrarias al consenso internacional sobre derechos humanos que rige en los modelos democráticos más desarrollados, debiera haber un término medio que ponga orden en un debate contaminado por la demagogia política, que puede hacer saltar sentimientos que están a flor de piel en toda la sociedad.

Resulta grotesco ver a los políticos opinar sobre la prisión permanente revisable como si fuera un cromo a intercambiar dentro de un juego político más pendiente de los votos que de legislar para todos los españoles, sobrecogidos por el miedo. Tal vez no sea buena idea ese modelo de prisión, si no se suaviza el límite mínimo de años a cumplir, como en otros países europeos. Más que nada porque no da opciones de mejora para reeducar a quienes cometieron delito y prevenir que no vuelva a ocurrir, como inspira la Constitución. O tal vez hay que revisar con cuidado las consecuencias de individualizar el trato a cada recluso, para no pecar de ‘buenismo’ y priorizar sus beneficios penitenciarios, antes que procurar que cumpla la pena que debe atendiendo a la gravedad de lo que hizo y por lo que fue condenado.

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