OPINION

Cansancio y anhelo de grandeza

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez durante su intervención en el pleno del Congreso este miércoles donde se autorizará otra prórroga del estado de alarma solicitada por el Gobierno. EFE/J.J. Guillén POOL
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez durante su intervención en el pleno del Congreso este miércoles donde se autorizará otra prórroga del estado de alarma solicitada por el Gobierno. EFE/J.J. Guillén POOL

Miedo, agradecimiento, irritación, alarma, perplejidad y ahora ya, además, cansancio. Y una creciente sensación, cada vez más generalizada e intensa de "ya está bien": la paciencia ciudadana no parece dar ya para mucho más. En síntesis, así cabe describir el itinerario emocional de los españoles a lo largo de los ya casi dos meses de vida colectiva condicionada por la lucha contra la epidemia de Covid-19, tal y como la secuencia de sondeos de Metroscopia ('Barómetro continuo Covid-19') ha permitido irlo detectando. 

El intenso miedo inicial (al contagio, primero; y ahora también, y cada vez más, a las consecuencias de la epidemia sobre la economía y el empleo) fue vivido desde el unánime agradecimiento al personal de nuestro sistema nacional de salud y, a la vez, desde la decepción (muy cercana a la irritación) que ha supuesto descubrir, inesperadamente, el estado de descuido, de escasez de medios y de recursos en que este se ha visto, desde hace ya un decenio, forzado a funcionar. La perplejidad ante el comportamiento de la clase política nacional ha logrado reducir aún más su anterior nivel, ya mínimo, de crédito social (la vida política autonómica y municipal es, en buena medida, otro mundo; por fortuna).

Los españoles entienden que en tiempos de desgracia colectiva, lo prioritario es el interés nacional, no la mezquindad partidista o el maniqueo "patriotismo de partido" que ahora se enseñorea de la escena pública, para general bochorno. Así, cuando un alcalde muestra capacidad de cooperar con la oposición, buenos modales con sus oponentes (y, estos a su vez, cortesía y elegancia con él), o cuando quien lidera un partido de la oposición decide que por encima de filias o fobias políticas esta es hora de hacer lo correcto para el bien del país, lo proponga quien lo proponga y al margen de banderías partidarias, la ciudadanía inmediatamente les premia con evaluaciones sumamente favorables. Pero como son casos aislados, excepciones a la imperante triste regla que nadie parece tener interés real en desalojar para siempre de nuestra vida pública, el resultado es ese creciente, intenso cansancio de la ciudadanía que ahora aflora ante un estado de nuestra vida pública que se les antoja irremediable.

Nuestro actual sistema político puede ser, en conjunto, de primera (de hecho, así es como desde fuera se nos dice que es); pero lo pueblan figuras, en su gran mayoría, de segunda, degradándolo. En esta hora de grave crisis colectiva, se requieren dosis extra de generosidad, de respeto y de capacidad de convivencia (o, al menos, de "conllevancia", por decirlo orteguianamente), y no aparecen por lado alguno. La ciudadanía reclama de sus representantes luces largas, mentes abiertas, humildad (nadie tiene todas las respuestas, nadie monopoliza la honradez o los valores morales): como si no. Los españoles creen (lo llevan años diciendo en los sondeos) que no hay una sola manera de amar a nuestro país: sino tantas como ciudadanos; y todas merecen respeto, —al menos mientras, a su vez, respeten las ajenas—. Da igual.

Se avecinan tiempos muy negros en los que, con toda probabilidad, la actual epidemia ya no será el principal gran problema, sino uno más de los que tendremos que afrontar. Habremos de reconstruirnos como sociedad, calafateando las múltiples vías de agua que se van a abrir en nuestra común embarcación, y determinando el nuevo rumbo colectivo a emprender. Es, sencillamente, y como en todos los grandes momentos críticos, la hora de la grandeza de espíritu. "No temáis a la grandeza", dice admonitoriamente un personaje shakesperiano. Es cierto: no hay que temerla, sino buscarla. No la teme, ciertamente, nuestra sociedad, que cuenta con figuras ejemplares reconocidas nacional e internacionalmente por su competencia y capacidad en una muy amplia variedad de campos.

Quien parece no saber (ni estar interesada en averiguar) qué cosa sea eso de la grandeza es más bien una amplia proporción de nuestros actuales dirigentes (que a veces incluso transmite la impresión de que saberlo le sería un estorbo). Y es que lo que confiere verdadera talla pública (o sea grandeza) a un representante público requiere el ilimitado esfuerzo de generosidad que haga posible la moderación, la comprensión del contrario, la contra-argumentación no hiriente, el intento de convencer sin descalificar, de llegar a acuerdos equilibrados y de buena fe. Y de creer, sinceramente, que esa buena fe no es patrimonio de ninguna persona o ideología y ha de presuponerse en todos. Darse el gustazo de no andarse con rodeos (es decir, de ceder a la grosería o la chocarrera exageración) es, en comparación, mucho más fácil. Y también más zafiamente gratificante. En cambio, lo que requiere un esfuerzo permanentemente intenso es el enorme, sanador y ejemplarizante valor que supone buscar la grandeza

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