OPINION

El radicalismo siempre es monocolor, la vida real no

Georg Simmel, quizá el más original de los sociólogos considerados hoy clásicos, dedicó a comienzos del pasado siglo un especial esfuerzo analítico al intrincado caleidoscopio que representan las situaciones de conflicto, social o político. Ciertamente, no fue el primero en destacar que nada ayuda más a un gobernante en apuros que la súbita aparición (real, forzada o simplemente inventada) de un enemigo exterior que fuerce el reagrupamiento en torno suyo de sus gobernados, obligados así a aplazar sus quejas o reivindicaciones a momento menos crítico para la colectividad.

Es un recurso casi rutinario en las dictaduras, en las que la culpa o causa de cuanto de malo acontece de inmediato es atribuido a oscuras y taimadas maquinaciones externas ante lo que, por deber patrio, no cabe sino la solidaridad ciudadana, sin fisuras, con el gobierno. Y este es también un recurso al que, en ocasiones, se acogen líderes democráticos cuando precisan emborronar una cuestión que les perjudica: la convierten en maniobra de un enemigo exterior no contra ellos, sino contra todos. Lo hizo, por poner ejemplos cercanos, Pujol (caso Banca Catalana: ¡un ataque a Cataluña!), lo hizo Mas, lo hace Puigdemont (siempre ataques a Cataluña, no a sus concretas personas o actuaciones).

Lo que a partir de ese inicial, forzado, cierre de filas puede acabar ocurriendo permite a Simmel todo un sutil trenzado de situaciones algunas de las cuales parecen especialmente relevantes en esta hora de nuestro país. Para empezar, esa buscada solidaridad ciudadana en torno a un dirigente es, por fuerza, excepcional: solo puede ser mantenida de forma indefinida por la fuerza. Es decir, en sociedades no democráticas (lo que explica que en estas la vida política presente siempre claros rasgos paranoides). En una sociedad libre, y por ello plural, el recurso al “que viene el lobo” tiene dos limitaciones importantes. Por un lado, ese toque de alarma ha de resultar creíble a toda la sociedad, no solo a una parte de ella. En el actual caso de Cataluña, por ejemplo, el persistente esfuerzo del independentismo por presentar a España como un enemigo exterior cruelmente dispuesto a todo contra Cataluña (toda Cataluña) difícilmente puede ser efectivo sobre ese algo más de la mitad de los catalanes que se identifican, a la vez y sin problema alguno con España y Cataluña (y, además con la Unión Europea). El toque de rebato nace ya, así, cojo. En un primer momento la Cataluña no independentista ha podido permanecer (por estupor, por prudencia, por intimidación), en un silencio aparentemente aquiescente, pensando sin duda que tanta exageración no tendría recorrido alguno. Pero como nadie replicó, la exageración se banalizó y dejó de parecerlo: devino, para muchos, verdad revelada, incuestionable. El intento de rebatirla solo prueba, ignorancia, mala fe o deficiente identidad catalana. Y, además, propicia no la modulación o matización de la exageración inicialmente propalada sino, por el contrario, su reforzamiento para ver si así, de una vez, resulta convincente.

Y de ahí el recurso al —siempre genérico— “vienen por nosotros”. En ese punto, el pretendidamente externo conflicto que se utilizaba como herramienta para arracimar a toda la sociedad en un solo pueblo (toda Cataluña amenazada por el resto de España) acaba por articularse en la práctica en conflicto interno. En vez de cohesionar, divide: algo menos de media Cataluña contra la otra algo más de la mitad. Ese es el momento en que a los respectivos líderes les cumple la función de guarda-agujas que reconduzcan la tensión inesperada creada hacia un carril racional o hacia otro puramente emocional. El liderazgo independentista ha optado exclusivamente, hasta ahora, por el segundo: es decir, por el que encamina la situación en la dirección fundamentalista de los principios irrenunciable, del todo o nada. Es decir, hacia lo que tiene muy difícil solución pactada.

El conflicto, además, adquiere una dimensión adicional: donde se decía que había un problema claramente definido (Cataluña/España) ahora resulta que hay dos, de perfiles muchos más difusos (media Cataluña frente a media Cataluña y media Cataluña contra el resto de España).Obviamente, todo sería muy distinto si lo que se imputase a ese enemigo exterior (real o imaginario) fuesen cuestiones concretas y específicas, susceptibles por tanto de ser medidas y contadas: es decir, de ser abordadas desde la razón y no desde los sentimientos. Eso abriría automáticamente el camino hacia arreglos intermedios, en que unos y otros ganen y pierdan más o menos por igual. Pero claro, en ese caso se perdería la enorme capacidad de enardecer en torno a una u otra bandera que tiene el planteamiento emocional.

Pero hay más: esta solidaridad interna de la mitad soberanista de la sociedad no responde no tanto al amor mutuo como al compartido espanto —¡perdón, Borges!— y, por ello, no tarda en hacerse invivible para quienes se ven atrapados en ella. Su mantenimiento prolongado termina convirtiendo para esa parte de la sociedad en lo que se conoce como una “institución total”: es decir, un ente colectivo en cuyo seno no se admite desfallecimiento, duda o desistimiento alguno. Una auténtica prisión emocional, que fuerza a los individuos en ella encerrados a sentir y actuar como lo que en realidad no son: idénticos. Porque la Cataluña independentista es también diversa y plural. Quienes la integran coinciden en el anhelo independentista pero en otros muchos ámbitos difieren profundamente y, sentimiento identitario aparte, coinciden en cambio estrechamente con determinados sectores de la Cataluña no independentista.

Pero como el independentismo representa el pie forzado indiscutible para la construcción y pervivencia del bloque secesionista todo pluralismo en su seno resulta, por definición, imposible; los matices equivalen a entreguismo o traición. Ya se ha visto: los que, por dudar o preguntar, pudieron en algún momento parecer independentistas “de segunda” fueron expulsados fulminatemente a las tinieblas exteriores. Pero, inevitablemente, antes o después, el encorsamiento que implica un radical alineamiento independentista acaba resultando insoportable pues impide la expresión de múltiples posibles señas de identidad adicionales, diferentes o incluso opuestas entre sí. El radicalismo siempre es monocolor: la vida real no. Y así es como, finalmente, a los conflictos ya existentes, acaba añadiéndose otro: quienes entienden la teoría y práctica del independentismo de una forma y quienes la conciben de otra. Como en las conocidas matrioshkas rusa, tras la primera capa del conflicto catalán, van apareciendo sucesivas capas superpuestas de conflicto que parecían no existir. Hasta que se llega al humor, y a la parodia, en forma de Tabarnia: el espejo deformante susceptible de ridiculizar, al infinito, una pretensión (el inexistente “derecho a decidir”) que mal que va bien había logrado —¡cómo no, con ese nombre!— parecer tener existencia real. Y en esas estamos. 

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