En mi molesta opinión

El revisionismo tóxico o cómo repetir la Transición

Sanchez
El revisionismo tóxico o cómo repetir la Transición.
EFE

Hay personas que a pesar de ser puntuales, se les nota el retraso”. Esta frase incuestionable es de Marx, el bueno, no el ‘amigo’ del ministro Garzón. Marx la dijo sin conocer a los políticos españoles que nos gobiernan, los cuales tienden a llegar a su hora al despacho y poco más. Una parte de estos mismos políticos que hoy día desarrollan su actividad institucional con retardo, en todos los sentidos, posee un común denominador: desprecian la Transición española.

Son aficionados a este rechazo, principalmente, los cachorros de una izquierda populista y eternamente insatisfecha -esa es su condena- que lleva unos años realizando un revisionismo tóxico y desinformado, propio de personas que no han vivido estos acontecimientos, ni de cerca ni de lejos, que no los ha estudiado bien, y que no tienen una idea clara de lo que pasó realmente en aquellos años en España.

Hago esta defensa abierta de la Transición porque las personas, sobre todo de izquierda, que la vivieron y a su manera la hicieron, siempre la han reivindicado como una conquista del pueblo español que trajo la democracia, que no fue una concesión graciosa de los de arriba, sino el resultado de una lucha desde abajo y desde todas las partes con mucho sudor, muchas lágrimas y demasiada sangre, principalmente la derramada por la banda terrorista ETA.

Sin embargo, y a pesar de los múltiples problemas, la cosa salió bien -aunque discrepen de ello Monedero y Echenique- porque había un objetivo común que llevar a cabo: la necesidad de construir una democracia en la que nadie sobrara, incluidos los comunistas. Los políticos de ese tiempo tuvieron que renunciar a una parte de sus intereses y anteponer el bien común al bien partidista para lograrlo. Justo lo contrario de ahora.

Pasados 40 años, no sólo se quiere borrar la memoria histórica de aquellos difíciles pero también maravillosos años, sino que incluso algunos políticos -incluidos los del Gobierno- desean revertir el proceso, destruyendo o deconstruyendo la democracia, debilitando instituciones, revisando y rebajando valores democráticos y derechos sociales. La democracia española no corre peligro de desaparecer (gracias a estar en la UE) pero sí de deteriorarse y de perder su calidad, sobre todo por no tener unas claras metas políticas, sociales y económicas que aseguren un futuro más próspero y unas instituciones más sólidas. ¿A dónde se dirige la España de 2021? ¿Cuál es su plan de ruta?

Hoy, ningún partido presente en el Congreso posee un sólido proyecto para España. Sabemos que llegarán miles de millones de la UE, pero no sabemos qué modelo de país queremos construir con ese dinero. Con ese jugoso 'maná' nuestros políticos pondrán parches, taparán agujeros económicos, harán clientelismo político, pero no construirán los cimientos de un futuro que propicie una nueva industria o un nuevo modelo de sociedad más preparada y más tecnológica. Para que los eurofondos puedan ser útiles de cara a una mejora global, deberían reeditarse, como en la Transición, unos pactos de la Moncloa en los que todos los partidos participaran y se planificarán objetivos concretos. Pero eso aquí, en España, hoy es imposible. La Italia de Draghi ha dejado de lado la mayoría de sus enfrentamientos políticos para unir esfuerzos y alcanzar un cambio de rumbo que beneficie a la nación, no sólo a los políticos que gobiernan, y además lo hará sin subir impuestos.

La segunda ley de la termodinámica establece que una cosa puede ir mal de muchas maneras; y bien, de pocas. De ahí, que los remedios y soluciones para España no sean tan amplios como espera y desea Pedro Sánchez, y exista el riesgo de perder esta buena oportunidad por no saber ni querer planificar adecuadamente este presente imperfecto que nos aguarda tras el verano. La conferencia de presidentes celebrada en Salamanca la semana pasada, evidenció, principalmente, las ausencia de fórmulas y soluciones económicas que beneficien a toda la sociedad y eleven el nivel de vida de unos ciudadanos y de un país que acaba de iniciar una nueva década con más miedos que ilusiones. La conferencia de Salamanca dio la sensación de ser el reparto de un botín más que la distribución estratégica de una serie de mejoras que ofrezcan más músculo a la economía y garanticen unos cambios imprescindibles.

Aquí no se la juega sólo el Gobierno de Sánchez, nos la jugamos todos por igual. Incluida Cataluña, que aunque siga con la misma banda sonora del separatismo, debe empezar a ponerse las pilas para salir de su artrosis económica y centrarse en las cosas que de verdad importan a los catalanes, que deberían ser las mismas que preocupan a sus políticos. Persiste la duda razonable de si Pere Aragonés y la Generalitat quieren aprovechar la ocasión para regresar a la senda de la política sin trampas legales, o sólo quieren ganar tiempo para volver a las andadas. Si es lo segundo, ERC pasará de ser la muleta de Pedro Sánchez a ser su patíbulo.

Lo malo, y ahora no sólo me refiero a los dirigentes catalanes, sino a todos, es que en la mayoría de ellos persiste la idea de que la política incorpora de forma congénita la mentira, y que los ciudadanos debemos tener un criterio para saber qué mentiras podemos tragarnos y cuáles no, cuáles sirven para engrasar el sistema y cuáles lo corrompen.

Quizá sea demasiado pedir, pero la realidad social y política es la que es -nos guste o no-, y aunque hoy ya no exista el compromiso de construir una España democrática, como hubo a finales del siglo XX, si deberíamos tener el propósito de reconstruir un país y una democracia que desde hace una década se rompe y descuajaringa cada día un poco más por culpa del egoísmo y las mentiras de los políticos, sin olvidar la apatía de unos ciudadanos cada día más desencantados con esos mismos políticos.  

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