OPINION

El riesgo de una Europa irrelevante tras el Brexit

Fotografía Theresa May entre banderas UE / EFE
Fotografía Theresa May entre banderas UE / EFE

El Brexit se ha consumado o, al menos, así lo anuncian equívocamente los titulares. Los británicos, en verdad, tienen un pie fuera, pero todavía les resta mucho procedimiento, decisiones y votaciones por delante. Ya veremos cómo queda este desgraciado asunto en el que los europeos hemos logrado lo más difícil, el pegarnos un tiro en el propio pie. Termine como termine el Brexit, al final, perderemos todos.

Escribo el artículo sin conocer el contenido del acuerdo definitivo del Brexit, ni concretar en lo que podría beneficiarnos –en poco– o perjudicarnos –en mucho-. Tampoco conozco los pormenores del rocambolesco episodio de Gibraltar, fleco siempre doloroso para nuestra incómoda posición. En todo caso, sea como fuere, el divorcio UE- Reino Unido, aunque sea de muto acuerdo, tendrá un alto coste emocional, político, geoestratégico y económico para el resto de europeos que nos quedaremos remando en la nave Europa, desnortada y desmotivada en estos momentos.

El proyecto Europa fue y es hermoso. Nunca se conoció un sueño tan ambicioso como el de aunar economías y políticas de naciones centenarias enfrentadas secularmente en guerras sangrientas y crueles. Al final, y contra todo pronóstico, se consiguió una Unión que parecía imposible. Y los europeos quisimos ir a más, creando una moneda común y un banco central. El euro nos trajo tipos de interés bajos y euforia alta, al punto de abonar un estado de optimismo desenfrenado en el que perdimos el santo temor a la deuda. Familias y empresas, sobre todo de los países mediterráneos, nos endeudamos sin límite hasta que, en 2007, la fiesta terminó al estallar en EEUU la crisis de las subprime, tras la que nos sobrevino una crisis pavorosa –que aún de alguna manera colea– y que a punto estuvo de dinamitar el euro, con los PIIGS noqueados y precisados de rescate. Y con la crisis llegó el desencanto, la ira contra las instituciones y el populismo, que tuvo expresiones distintas. En Grecia, Syriza; en España, Podemos; en EEUU, Trump; y en Reino Unido, el Brexit.

Algo se murió el día que los británicos decidieron romper con Europa, lo que, en verdad, es una manera parcial de romper a Europa, que ya no volverá a ser la misma. Europa sin los ingleses, desgraciadamente, es menos Europa y, probablemente, Reino Unido sin Europa será menos Reino Unido. Un Brexit absurdo que terminará perjudicándonos a todos.

Los ingleses aportaban biodiversidad al consejo europeo. Tras su marcha, su composición se homogeniza y empobrece. Las diferentes culturas políticas se exteriorizaban en los consejos de ministros de la Unión Europea. Centroeuropeos y latinos conformábamos un bloque muy estatista, híperreglamentado, mientras que los británicos aportaban su contrapunto más liberal, con recelo de las leyes y reglamentos complejos y siempre suspicaces con las grandes estructuras administrativas a las que tan aficionados resultábamos los demás. De alguna manera, los británicos componían el punto exótico de un consejo previsible. Sin ellos, tendremos que protegernos de nuestra innata tentación de rigidizar con normas y funcionarios la economía y la vida.

Pero no es el Brexit el único de los problemas que sacuden a la Unión Europea. El proyecto europeo se resquebraja. Italia no tira y los italianos –o su gobierno– no parecen dispuestos a aceptar pacíficamente las reglas de juego de Bruselas. Ya veremos cómo termina este episodio, que podría complicarnos la economía a los españoles, que en bastantes problemas nos metemos ya por nosotros mismos. El euro aún no está por completo consolidado, dado los graves desequilibrios que aún soportan Grecia, Italia y, en menor medida, por ahora, España. Si Italia, como parece, se empeñara en una confrontación suicida, no habría que descartar su salida del euro, lo que podría arrastrarnos a los países mediterráneos tras sus pasos. En la crisis griega ya se exteriorizó la tentación de crear una zona de primera en el espacio euro -Alemania, Holanda, Austria y Francia-, convirtiendo a los demás en una mera comparsa descafeinada, una posibilidad insolidaria que terminaría por darle la puntilla a esta Europa balbuceante.

Por todos estos traspiés, los europeos nos hemos descolgado de los papeles centrales del gran teatro mundial. Mientras, el panorama internacional ha cambiado por completo y nosotros podemos quedar relegados a la triste melancolía de los que fueron, pero que ya no son. Y sin una Europa fuerte, democrática y con valores y aspiraciones de justicia, el mundo también pierde.

China ya es una superpotencia expansiva y EEUU ha decidido no facilitarle la tarea. Las controvertidas decisiones arancelarias de Trump no son improvisaciones repentinas ni ocurrencias de un lerdo, como a veces nos las quieren pintar. Algo muy importante ha tenido que ocurrir para que un país como Estados Unidos, paladín histórico del libre comercio, impulse ahora el cierre de fronteras. ¿Y que ha ocurrido para que se materialice ese vértigo? Pues que Oriente, en general, y China en particular, han ganado de manera estrepitosa la batalla económica de la globalización, al haberse convertido en las fábricas del mundo, mientras que en los países occidentales los salarios se deflacionaban y la clase media se empobrecía. Un estado de opinión interno, por un lado, y una visión geoestratégica, por otro, ha forzado a los estadounidenses a pegar un zapatazo y a decir que hasta aquí hemos llegado. Plantarán cara a China con el arma más eficaz, la economía. Atención a este duelo central, que protagonizará la geopolítica mundial de estos próximos años en la que los europeos, visto lo visto, tendremos cada vez menos que decir.

Las Guerra Fría confrontó a dos bloques antagónicos. El comunista, encabezado por la extinta URSS, y la OTAN, liderada por EEUU. El bloque occidental ganó esa guerra fría y la URSS implosionó, pero el fin de la historia predicho por Fukuyama no se materializó. La historia continuó su curso inexorable y nuevos actores, como China, emergieron como superpotencias, hasta ahora económica y pronto militar. Rusia, un gigante con los pies de barro, ha recuperado parte de su protagonismo internacional y militar, pero sus fuerzas son limitadas frente la las americanas y, en un futuro próximo, frente a las chinas. A día de hoy, EEUU y China son los colosos que parecen condenados a medir sus fuerzas y a luchar por la supremacía mundial, con una Rusia que se decantará por uno u otra en función de sus particulares intereses, aunque –y pudiera parecer paradójico– es probable que se sienta más cercano a las posturas americanas, ya que China es vecina y, ya se sabe, a los vecinos siempre hay que tenerlos controlados.

Hasta ahora, americanos y europeos fuimos de la mano, pero, ahora, EEUU parece aburrido de Europa. Trump, sorprendentemente, llegó a calificarnos como enemigos cuando no quisimos comulgar con las ruedas de molino de sus aranceles y limitaciones fronterizas. La OTAN agoniza, sin un enemigo claro y sin la suficiente convicción europea por su potenciación. EEUU, cansado de tirar del carro, exige mayor compromiso europeo, sin que a los europeos se nos note demasiadas ganas de apostar por la vieja estructura militar.

Con este panorama por delante, los europeos tendremos que encontrar nuestro nuevo sitio en el mundo y determinar nuestra misión. Si es que queremos seguir unidos, claro está, porque las posiciones antieuropeas crecen con fuerza. Los europeos nos quedamos solos, con nuestra decadente belleza como escenario secular. Reino Unido no quedará aislado, ya que jugará a una doble baraja. Por una parte, a la de convertirse en el socio de los americanos en este lado del Atlántico y, por otra, a la de aprovechar sus facilidades de mercado en Europa. Pero nosotros, ¿qué haremos?

El Brexit ha sido una mala noticia. Pese a todo, Europa sigue siendo un sueño hermoso, necesario y posible por el que debemos luchar. Tenemos una gran responsabilidad por delante ya que, sin Europa, sencillamente, ya no seríamos nada.

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