OPINION

Empoderamiento: ya somos el ojo de Dios que siempre nos controlará

Internet
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Queríamos sangre, hemos encontrado la herramienta perfecta para derramarla y se llama internet. Gracias a las redes, nos podemos enterar de todo de todos. Ayer quemábamos en pira pública a los del PP, hoy a los del PSOE, siempre a los famosos y triunfadores y, cómo no, a los vecinos a los que parece irle bien. Disfrutamos en su tormento, mientras despellejamos con saña su honor y prestigio, ojalá también su fortuna. Internet nos lo permite con su silenciosa y discreta eficacia. Si nuestros tatarabuelos tenían que ir a la plaza pública para disfrutar con el tormento y quema de herejes, a nosotros nos basta asomarnos a la pantalla para contemplar con todo lujo de detalles las sucesivas cacerías del hombre que tanto nos ponen. Así saciamos con impecable asepsia al monstruo que en nosotros habita. Bendito internet. ¿Bendito? Bendito, claro está, mientras le toque al otro. Pero… ¿y si un mal día le toca a usted? Inquietante, ¿verdad? Pues eso, querido amigo, puede encontrarse siempre a la vuelta de la esquina…

Pierda toda esperanza. Olvide para siempre su intimidad, no espere compasión para sus errores, considérese eternamente marcado por su pasado en la red. Jamás, ya, podrá ocultar ninguno de los pasos que dio en su camino. Ni los buenos, ni los malos. Ni los que le llenan de orgullo ni los que le avergüenzan y oprobian. Su pasado, le acompañará siempre, pegado digitalmente a usted, como su sombra negra en un día luminoso de sol rey. Jamás, ya, podrá desprenderse de ese pasado ominoso, pues, alguien, en cualquier momento, podrá mostrárselo ante sus narices. Mil ojos estarán pendientes de su vida, escudriñando cada paso que dé, cada foto que cuelgue, cada comentario que reciba, cada consulta que haga, cada página que abra, cada compra que realice, cada correo que envíe, cada mensaje que abra, cada referencia que alguien haga de usted. Sus pasos quedarán por el siempre de lo jamases almacenados en algún lugar indefinido del ciberespacio, a disposición permanente de aquellos que, sabiendo hacerlo, deseen joderle la vida. Y si no, que se lo pregunten a los mil y un políticos asaeteados por un pasado que bien hubieran querido olvidar. También usted, a buen seguro, habrá protagonizado episodios que desearía que no hubieran sucedido jamás. Pero ya es tarde para el olvido, ha quedado registrado con tenacidad indeleble. Es bueno que lo sepa: el derecho al olvido, en verdad, ni existe ni podrá existir. Internet no perdona jamás. Ni perdona ni puede hacerlo, pues esa indiferencia cruel es parte esencial de su propio concepto.

Para unos, el universo digital es el paraíso. Para otros, el infierno. Usted ya sabe ni lo uno ni lo otro, o, mejor dicho, que un poco de lo uno y un poco de lo otro, porque se trata de algo portentoso, que modifica nuestras vidas, que muta economías y costumbres, que tumba instituciones y convenciones, con la energía avasalladora de unos algoritmos prodigiosos que nos asombran cada día. Y claro, algo tan enorme como es, atesora colosales posibilidades, bajo los que se esconden, también, riesgos ciertos. Posibilidades para escalar al cielo, pero riesgos que pueden arrojarle al más cruel de los infiernos. Pero no se preocupe en exceso, ni se devane inútilmente los sesos con este asunto. Relájese y disfrute, pues su transformación en homo Digitalis ya es del todo inevitable. O entra en el juego digital o, sencillamente, dejará de ser, de existir, de contar para los demás. Y usted no quiere dejar de ser, ¿verdad? Pues deje de sufrir y súbase al carro de colores. Vístase de explorador, agarre con decisión su brújula, y adéntrese en el territorio inexplorado de lo digital, territorio novísimo que construimos día a día entre el vértigo y el desconcierto.

Debatir sobre si internet es bueno o malo es como perder el tiempo debatiendo sobre el sexo de los ángeles cuando el enemigo turco está a las puertas mismas de Bizancio. Internet, simplemente, es. Es y todo lo impregna, con rotundidad metafísica. Lo digital ha venido para quedarse y, más que disquisiciones estériles sobre su bondad o maldad, el debate que debemos entablar con nosotros mismos es el de cómo nos moveremos en el espacio digital, cuáles serán nuestros objetivos, nuestras posibilidades y nuestros riesgos, que haberlos, haylos, claro está. Dante ya lo advirtió, contundente, en el cartel que hizo colocar sobre las puertas del infierno. 'Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate, Abandonad toda esperanza', quienes aquí entráis. Pues eso, hagamos caso al autor genial de La Divina Comedia, y desembaracémonos de la esperanza que aún pudiéramos albergar. Hemos vendido nuestra intimidad a internet. Quien algo quiere, algo le cuesta. Creemos que internet es gratis, cuando lo pagamos con jirones de intimidad en forma de datos. Pero lo hacemos con gozo fascinado, embelesados por la belleza tecnológica de uno de los grandes saltos de la humanidad. Hemos quemado a gusto nuestra intimidad ante su altar, disfrutemos de sus mieles y recemos porque nunca nos toque achicharrarnos con sus hieles.

Exigimos transparencia, trazabilidad y seguridad, y eso exige que todo quede registrado por siempre jamás. Puede que aún quede algún incauto que se crea eso del derecho a la confidencialidad del dato. Que más quisiéramos. Ningún dato resulta del todo confidencial, como podemos comprobar cada día en la lectura de la prensa, en la que son exhibidas las intimidades, conversaciones privadas, correos y fotos de unas y de otros. La Ley de Protección de Datos sólo afecta a los buenos y nunca a los malos, que saben bucear en las penumbras del reino de la oscuridad. La Ley, por ejemplo, garantiza el derecho al olvido, mientras que algunas de las tecnologías más rompedoras, como la del Blockchain, se basan precisamente en que nadie pueda, nunca, manipular ni borrar la información contenida en un bloque. O sea, que la información siempre quedará por ahí, siempre, no lo olvide. Aunque se pongan filtros o controles, siempre existirá alguien que sepa sortearlos y que ofrezca en almoneda la información que considere de valor.

En 1984, Orwell fantaseó con el Gran Hermano que todo lo controlaría. Pues bien, ya tenemos el Gran Hermano entre nosotros y se llama Internet. Y, paradojas del destino, el Gran Hermano no se constituye a base de cámaras ni controles, sino que todas y cada uno de nosotros somos los vigilantes del otro. El ojo de dios, como el de las moscas, es compuesto, y está constituido por los miles de personas que suben fotos, contenidos, intimidades, sabiduría o gilipolleces varias a las redes a cada momento, en cada instante. El Gran Hermano todo lo controla, a todos lugares llega, porque somos nosotros, en verdad, quien lo conformamos, al alimentar con nuestra ración diaria de intimidad al monstruo que algún día nos devorará.

Y no sólo los ministros pagan caro el reencuentro con un pasado tenaz que siempre lucha por reaparecer en el momento más inoportuno. También usted tendrá que tener muy en cuenta su propio pasado a la hora de solicitar un empleo, relacionarse con hacienda, echarse pareja o presentarse a un cargo público. Todos rastrearán su existencia en la red y, créame, es mucha la información que encontrarán. Y si son profesionales de la cosa, más aún. Y si son hackers, todo de todo. Pero relájese, nada puede hacer ya. Internet sabe mucho más de su vida de lo que usted pueda siquiera figurarse. Y son muchos a los que le encantaría desvelar sus miserias y vergüenzas, registradas por ahí, créame, a la espera de que alguien sepa o quiera encontrarlas.

¿Qué hacer entonces?, se pregunta con angustia. Pues más allá de una prudencia razonable, poco más se puede recomendar. Así que lo ya dicho, relájese y disfrute. La senda digital le sonríe seductora. Suba fotos, exhiba su intimidad, goce con el cotilleo de la de los demás y siéntase parte del Gran Hermano todopoderoso. Empoderamiento, le llaman ahora. Internet sólo es el artefacto, somos nosotros quien lo convertimos, en verdad, en ese ubicuo ojo de dios que ya, por siempre, nos controlará.

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