OPINION

El año que vivimos peligrosamente... con papel higiénico

Las compras de papel higiénico se han disparado en los países que peor han gestionado la información/ EP
Las compras de papel higiénico se han disparado en los países que peor han gestionado la información/ EP

Vivir es peligroso. Siempre acaba mal. Es un hecho que alimenta la literatura y el cine. El mundo recordará 2020 como un año en el que la humanidad vivió al borde del precipicio. Uno más, porque ha sucedido antes. Sólo en este siglo, basta recordar los años 2001 y 2008. Al fin y al cabo, la peste sólo es uno de los cuatro jinetes del apocalipsis. Pero nadie puede negar la gravedad de la situación por su impacto en la sociedad, en sus comportamientos y en la economía. En muchos países desarrollados, la histeria ha provocado el desabastecimiento de productos básicos como el papel higiénico.

La anécdota es reveladora. En otras situaciones, en las que comunidades enteras se enfrentaron a la incertidumbre, al miedo y la guerra, las mercancías más demandadas fueron el chocolate, las medias de naylon y los cigarrillos. Las sociedades cambian. “El año que vivimos peligrosamente” –película recomendable de Peter Weir con Mel Gibson, 1982- se ha convertido en el año en que se agotó el papel higiénico. El acaparamiento de rollos de papel ha sido habitual en muchos de los países afectados por el Covid-19. Especialmente en aquellos en los que las autoridades y los medios han manejado peor la información que demandaba su población.

Los patrones de consumo están cambiando. Los ciudadanos de más edad, que estaban completamente ajenos a la existencia de algo llamado “ecommerce”, están descubriendo las ventajas de comprar a distancia; se imponen las operaciones online de forma generalizada. Además, los usuarios tienden a identificar la enfermedad con el maltrato a la naturaleza y apuestan por productos más naturales. Todo mientras sufre la confianza de los consumidores en el mercado, según destacan estudios estadounidenses.

En España, el que puede ser el año más peligroso en décadas, sorprende al Gobierno sin presupuestos –la referencia son las cuentas de 2018, elaboradas por el ministro Cristóbal Montoro-; con el camino hacia la transición energética a medio hacer; una deuda preocupante (95,5%) del PIB pese al descenso de dos puntos respecto a 2018 y 3.246.047 parados.

Es cierto que lo más importante sigue siendo la salud, pero no está de más tener una perspectiva amplia. La crisis del coronavirus, pese al optimismo obligado del Ejecutivo Sánchez -encarnado en la vicepresidenta Calviño- golpea a la economía en puntos muy sensibles: dificulta el saneamiento de las cuentas públicas; retrasa –en el mejor de los casos- las justas reformas anunciadas y pone contra las cuerdas al turismo -el motor de la economía- y a la industria que se mantiene en pie.

Se avecinan tiempos difíciles. Para las capas de la población española más débiles, que aún sufren las consecuencias de la Gran Recesión, lo positivo es que el golpe que se avecina será gestionado por un Gobierno más sensible a sus necesidades, alejado de las organizaciones y partidos que han aprovechado el temor a las consecuencias de la pandemia para reclamar bajadas de impuestos y un blindaje de la reforma laboral del PP, con más facilidades para despedir. Al Gobierno de coalición del PSOE y Unidas Podemos le ha llegado la hora de demostrar que existen formas de gestionar una crisis más allá de las recetas del neoliberalismo.

Para los defensores del liberalismo a ultranza, la pandemia también es un baño de realidad. El mercado no lo es todo y la iniciativa privada no basta para hacer frente a un problema global. Para muchos economistas, la crisis sólo ha puesto de manifiesto la existencia de mercados muy débiles, con países y empresas no financieras muy endeudados, a lo que se ha añadido una crisis del sistema productivo globalizado. Vienen curvas como en 2008, ha dicho Largarde (FMI). Como para cuestionar la existencia de servicios públicos capaces de atender las necesidades básicas de la población.

Reforzar lo público no es una apuesta descabellada. Ciudadanos y empresas financian con impuestos infraestructuras pensadas para atender puntas de demanda en momentos muy concretos. Sucede en el sistema eléctrico. Empresas y Estado contribuyen para mantener en funcionamiento y con garantías de suministro centrales de generación y redes de transporte. Se paga por una potencia instalada que supera en casi tres veces la demanda punta. Es lo adecuado. Lo que garantiza el funcionamiento de un país desarrollado. Pero lo que se acepta en sectores estratégicos de la economía se discute para servicios públicos esenciales como la sanidad o la educación.

Hace apenas unos meses, la asociación Business Roundtable, que reúne a 200 de las mayores empresas de EE UU y del mundo , hizo público un comunicado en el que anunciaba la revisión del axioma liberal (Friedman), según el cual “las corporaciones existen principalmente para servir a los accionistas”. La asociación prometía tener cuenta a los trabajadores, los clientes, los proveedores y las comunidades y no sólo a los accionistas. También a las empresas –como al Gobierno- les ha llegado el momento de pasar de las palabras a los hechos. De momento, el miedo no ha agotado el papel higiénico. De momento.

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