También se ha dicho, no pocas veces ya, que Dunkerque es una gran película. De las mejores de Nolan. Una afirmación que, cómo no, también admite matices, pero que es, de largo, más certera que todas las anteriores.
Y es que en su décimo largometraje, el más sencillo -que no simple- de su filmografía, el por fortuna siempre grandilocuente cineasta londinense ofrece en 106 intensos minutos una lección de cómo utilizar las imágenes, poderosas pero limpias -no hay concesiones a la casquería-, la música -omnipresente la partitura de Zimmer- y el sonido -el elemento con el que consigue reacciones más viscerales-, para generar no solo tensión, sino también empatía y una tremenda angustia sin apenas acudir a la herramienta más fácil, el diálogo.
El librero de Dunkerque, que Nolan firma en solitario por tercera vez en su carrera, es austero en líneas para sus protagonistas, todos ellos del bando aliado: los soldados británicos que buscan desesperadamente una forma de cruzar el Canal de la Mancha y salir de la playa en la que el enemigo les ha arrinconado; los civiles ingleses que arriesgaron sus embarcaciones y sus vidas para que sus compatriotas, derrotados, pudieran volver a casa; y los exiguos efectivos de la aviación británica que participaron en la Operación Dinamo. Ni un rostro, por cierto, de oficial o soldado nazi aparece en pantalla. No hay malos. El maniqueismo no es lo que Nolan ha venido a buscar a la Segunda Guerra Mundial.
Tres categorías de personajes que responden a tres elementos: tierra (soldados), mar (civiles) y aire (pilotos) que comparten espacio, pero no tiempo. O peor dicho, no comparten tiempo... todo el tiempo. Y es que estos tres elementos, y sus personajes, se corresponden a su vez con tres lapsos: una semana, en tierra, la que pasan los soldados esperado en la playa la evacuación; un día, en el mar, el que tardan los cientos de barcos de recreo en llegar a Dunkerque a por los soldados; y una hora, en el aire, la que están en vuelo los escasos aviones británicos que dieron cobertura al éxodo casi 400.000 hombres.
Un tridente argumental que Nolan va trenzando con pasmosa maestría y lucidez para que sean uno y varios a vez. La misma intensidad para diferentes personajes y tiempos que, en el constante e incesante 'tic-tac' del reloj, coinciden en el milagro. Ese instante es el truco final de la gloriosa exhibición de fundamentos cinematográficos que es Dunkerque. Una de las mejores películas de un tipo que, eso sí es una verdad entera, no ha inventado el cine, pero que a día de hoy lo concibe y ejecuta como pocos.
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