Índice de disparates

  • Hace algo más de doscientos cincuenta años, en 1759 exactamente, un irlandés llamado Arthur Guinness empezó a fabricar en Dublín la cerveza que lleva su apellido, una cerveza que seguramente sea una de las más famosas del mundo, especialmente en la categoría de "stout porter".

Caius Apicius

Madrid, 8 ago.- Hace algo más de doscientos cincuenta años, en 1759 exactamente, un irlandés llamado Arthur Guinness empezó a fabricar en Dublín la cerveza que lleva su apellido, una cerveza que seguramente sea una de las más famosas del mundo, especialmente en la categoría de "stout porter".

En lo que a cerveza se refiere, estoy completamente de acuerdo con el eslogan de la veteranísima cervecera: "Guinness is good for you". Todo muy bien... hasta que, en 1955, a alguien se le ocurrió empezar a publicar el que, andando el tiempo, se ha convertido en uno de los libros más vendidos de la historia: el "Guinness Book of the Records".

Este libro, unido a la vanidad humana y a las ganas de todo el mundo de tener su minuto de gloria, ha dado origen a verdaderas aberraciones, a auténticos disparates... Tanto, que debería llamarse "Libro Guinness de las Tonterías", y no de los récords.

Me resultan particularmente molestos los "récords" referidos a cosas de comer o de beber. Jugarse la vida (y hasta perderla) por salir en el librito como la persona que ha ingerido más litros de cerveza (no precisamente la patrocinadora del dislate) en menos tiempo o quien ha tardado menos en engullir una respetable cantidad de hamburguesas me parece, sin paliativos, una solemne estupidez.

Pero bueno, cada uno es cada uno y su circunstancia, que decía el filósofo español José Ortega y Gasset. El problema es cuando estas barbaridades se organizan desde instituciones públicas (ayuntamientos, por ejemplo) y, lo peor, se financian, en todo o en gran parte, con dineros igualmente públicos.

Vamos, que tengo clarísimo que yo no pago mis impuestos para que se elabore con ese dinero una "tapa" gigante de 360 kilos de pulpo, en un plato de casi cuatro metros de diámetro... Ni una "paella" para dos mil personas, o un cocido madrileño para mil, o cosas por el estilo. Y todo para aparecer en el dichoso libro y, naturalmente, para tener ese minuto en unas televisiones que hace mucho tiempo que perdieron la noción de lo que significan palabras como "periodismo" y "noticia" para dedicarse al espectáculo.

Pero todo vale para conseguir esos fines. Con todo respeto, siempre me ha parecido una tontería que en un pueblo valenciano, a finales de agosto, la gente se dedique a tirarse tomates. No uno, ni dos: alrededor de ciento cincuenta mil tomates. Se me contestará que esa fiesta ha colocado al pueblo en cuestión en el mundo. Lo reconozco; pero también reconozco que no me sentiría muy bien si, por ahí adelante, al mencionar mi pueblo solo lo conociesen por eso.

Y el ejemplo cunde. En otro pueblo, en esta ocasión en La Rioja (la española, no la argentina), se han sacado de la manga otra tradición y se dedican, después de una comilona, a tirarse unos a otros trozos de pan y queso. O sea: eso que les prohibimos a los niños ("no tiréis miguitas") se ha convertido en un evento oficial y, al parecer, de interés turístico. No lo entiendo; pero seguramente soy yo el equivocado.

Porque la gente y los municipios son fervientes partidarios e impulsores de este tipo de exhibiciones. No sé: estas cosas me recuerdan el viejo humor de Miguel Gila, que decía lo de "hay que ver lo brutos que somos en mi pueblo". Uno creería que estas son cosas de otro lugar, de otro tiempo; pero enciende la televisión en agosto... y comprueba que no, que está pasando aquí (teórico primer mundo) y ahora (siglo XXI). Qué quieren que les diga: no imagino mayor anacronismo. Eso sí: seguiré disfrutando de mi "stout porter" dublinesa.

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