Opinión

¿Es posible la normalidad?

Quim Torra
Quim Torra
EFE

La primera referencia que es necesario hacer en relación con la Sentencia del Presidente de Generalidad, conocida esta lunes, es que el hecho de que la Sala Segunda del Tribunal Supremo confirme una sentencia penal es ( debe ser) una situación de normalidad como, de hecho, lo es también que la anule o la modifique. Se trata de aplicaciones de la ley cuya competencia corresponde a los órganos jurisdiccionales que la ejercen de forma independiente y sin medir ni las consecuencias políticas ni las valoraciones sociales.

Los órganos jurisdiccionales no pueden (no deben) dejarse influir por las consecuencias de sus actos en el plano político o social. Pensar que estas consideraciones pueden afectar la decisión de los jueces es retroceder mucho en la catadura democrática de una sociedad.

Esto nos lleva a decir que del Tribunal Supremo solo se podía esperar que dictará sentencia, aunque es evidente que la misma no gusta a todos. Lo preocupante de este caso es que los reproches no son jurídicos. No hay un debate sobre la doctrina del Tribunal Supremo, hay un debate de conveniencia, de oportunidad, de proyección sobre una realidad política ciertamente complicada. No podemos pedirles a los jueces que solventen los problemas políticos ni que dicten las sentencias para construir una concordia que no se apoya en la propia legalidad.

A veces se tiene la sensación de que se olvida que la legalidad es fruto de la voluntad de la sociedad. Es el Parlamento el que construye la legalidad y el que marca las reglas de juego. Los jueces las aplican sin que sean intercambiables los papeles y los estatus de unos y otros. Si el Parlamento considera que las reglas de la convivencia son otras, solo debe cambiarlas. Si en aras de la libertad de expresión se admite la propaganda política en tiempos electorales, basta con modificar la ley. Lo que no cabe es pensar que hay parámetros o criterios que están por encima de las normas y que se aplican preferentemente a éstas. No es este el esquema legal. Los valores y principios en un Ordenamiento Jurídico se transforman con su positivación en las normas jurídicas y los jueces aplican estas según su conciencia y su leal saber y entender. No hay un valor superior que permita eludir la norma. No le pidamos esto a los jueces porque la sociedad entrará en un proceso involutivo que acabará por confundirnos en las esencias de la organización democrática de un Estado.

A cada uno lo suyo. Al legislador, la plasmación de la voluntad política de la ordenación de la sociedad y al juez, la aplicación de la norma.

De la sentencia conocida se puede discrepar en términos jurídicos, pero no se puede proyectar sobre ella ni sobre el Tribunal sus consecuencias. El Tribunal Supremo no hizo la ley, tampoco la desobedeció y, por tanto, constatar esta evidencia es suficiente para reclamar normalidad en lo normal.

¿Tiene consecuencias políticas? Probablemente. Indudablemente. Pero su proyección política debe ser extraída por los políticos que instauraron el marco legal y lo mantuvieron.

La política y la ordenación social es algo que no corresponde a los jueces, corresponde a los partidos políticos. El problema es que estamos pasando las líneas de la normalidad. Lo que es normal se convierte en excepcional, aunque nadie sabría explicar que podría hacer el Tribunal Supremo. ¿No dictar la sentencia? ¿No condenar cuando cree que debe hacerlo? ¿Es esta la sociedad que queremos? Una sociedad en la que la legalidad y la justicia tienen que ceder ante sus consecuencias políticas. Pues, desde muchos puntos de vista, podemos indicar que no, que queremos una sociedad que cree en la legalidad, en la aplicación de esta y en la transformación democrática de la sociedad. Los atajos aquí no funcionan.

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