Opinión 

2020: el año que vivimos peligrosamente

Quizá haya sido el momento y España el lugar adecuado para no olvidar jamás este año. Detrás de sus 366 días ha habido sufrimiento, dolor, pena, tristeza y fragilidad, sobre todo fragilidad.

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2020: el año que vivimos peligrosamente. 
DPA vía Europa Press

En 1982, Peter Weir dirigía una de las películas más impactantes de la década en la que España abrazaba firmemente la democracia. En 'El año que vivimos peligrosamente', durante casi dos horas, un jovencísimo Mel Gibson ve cumplidas sus aspiraciones profesionales como corresponsal o reportero de guerra, como lo quieran llamar, y es destinado a Yakarta para cubrir la revolución comunista contra el presidente Sukarno.

Cualquiera que tenga un poco de sangre en las venas, y le apasione la profesión, solo tiene que disfrutar de la tensión con la que la cinta envuelve los acontecimientos. Es una de esas películas en la que la respiración se dispara y llegas a sentir la humedad y el calor asfixiante de Indonesia sin necesidad de haber pisado nunca el archipiélago.

Más allá de los paisajes, de la crudeza de las guerras libradas o de la sensual madurez de Sigourney Weaver, la película muestra la importancia de estar en el momento y sitio adecuados para tomar la instantánea soñada que protagonizará portadas o dibujará las crónicas que todos deseamos escribir sentados en algún lejano café del barrio colonial de Kota Tua, degustando un café luwak.

Quizá 2020 haya sido el momento y España el lugar adecuado para no olvidar jamás este año, en el sin duda vivimos peligrosamente. Detrás de sus 366 días ha habido sufrimiento, dolor, pena, tristeza y fragilidad, sobre todo fragilidad, que es un sentimiento que aquellos que peinamos canas no habíamos experimentado tan vigorosamente como lo hemos hecho durante el año.

Las promesas de una sociedad que tan solo tenía que observar la desolación en remotos parajes de continentes extraños, de la preocupación por el mañana inmediato, por la familia más cercana y por los tan manidos allegados que han ido entrando y saliendo de nuestras vidas en meses de encierro y recogimiento, se han visto rotas, cuando no totalmente destruidas para siempre. Sí, todo eso que parecía propio de otros meridianos y paralelos de repente explotó en nuestra cultura como solo los acontecimientos extraordinarios que marcan la Historia lo saben hacer.

Sin embargo, también hubo momentos de esperanza. El sufrimiento se tornó en gozo cuando aquellos que lo daban todo por perdido en las congestionadas UCIs salían de ellas con el pulgar alzado, desafiando incluso a la vida, exhibiendo su control de una situación caótica que nadie supo gestionar. La tristeza también mutó en alegría cuando veíamos que, detrás de las mascaras que han ocultado nuestra sonrisa durante tanto tiempo, aún podíamos intuir las arrugas en los ojos estremeciéndose sin compasión cuando veíamos, aun tapados, a las personas que son imprescindibles en nuestras vidas.

Otros solo han vivido el dolor que deja la ausencia de los seres más queridos. Ellos, sin duda, no podrán olvidar este año. Ahora solo les queda cumplir las leyes de la transcendencia, que no son otras que guardar siempre un espacio cada día para recordar la huella que dejaron en nosotros. Esa es la auténtica inmortalidad: vivir para ser recordado infinitamente en el corazón y la mente de los nuestros.

Lejos de ser un año perdido, el nuevo curso nos trae las claves de la superación. La resiliencia, que podría haber encontrado una palabra mejor para definir la lección aprendida, nos ha demostrado la importancia de asimilar los baches de la vida y tratar de no repetir los errores, o al menos paliar sus consecuencias.

Entre estos 'fallos del sistema' encontramos la importancia de estar preparados para el porvenir que es, por definición, incierto. Puedes creer tener la mejor sanidad, la cobertura social más completa, la economía más saneada o incluso el ejército más poderoso del mundo, pero la resiliencia te enseña que la seguridad total no existe y que nuestro medio ambiente natural es la incertidumbre, la adaptabilidad constante a un entorno cambiante que nos exige formación y disciplina continua.

Ni siquiera cumpliendo escrupulosamente esos mandatos obtendremos la tranquilidad en la que creíamos vivir, ni esa pequeña molestia en las entrañas que nos ha dejado el año y que ni siquiera se pasa al respirar profundamente. Quizá la esperanza no sea otra que aprender a vivir en esa incertidumbre, sentir el optimismo de una manera diferente, aprovechando el momento, siendo conscientes de nuestra fragilidad y de lo temporal de nuestra existencia.

Tenemos por delante 365 días de lucha. Podemos encontrar la realización en ella, reflexionar sobre si un sistema económico basado en el ocio y el disfrute tiene sentido después de la experiencia vivida y, con suerte, pensar en que lo mejor del año fue despertar de un sueño que tenía todo de individual y nada de colectivo. Ya tenemos la suerte de seguir aquí, viviendo cada instante de la mejor manera posible en el año que vivimos peligrosamente. 

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