OPINION

La política exterior también es marca España

Guaidó Venezuela
Guaidó Venezuela
EFE

El desarrollo de la famosa Marca España, hoy en día rebautizada como España Global, es una de las primeras cuestiones que suele abordar un Ejecutivo cuando llega al poder. Es normal. Vivimos en los tiempos de la percepción y de la imagen, independientemente de si ésta es real o no.

La metodología para la creación de la marca país no difiere mucho de la elaboración o desarrollo de una marca comercial. Incluso se cometen los mismos fallos. Normalmente los trabajos comienzan por realizar un estudio sobre cómo somos y qué valores o atributos de marca nos son identificables como país.

El campo del estudio suele centrarse en la percepción que tiene el turista, el inversor y, en general, las sociedades extranjeras sobre nosotros. Somos como nos ven. Esto es así. Luego, en el mejor de los casos, se analiza la percepción propia que tenemos como país y, finalmente, aquí es donde se suelen cometer los errores, se eligen los atributos más positivos y se potencian, olvidando los negativos, que a menudo son los más firmemente afianzados en la percepción externa.

Incluso se tergiversan los valores inducidos y se transforman. Es normal. Si un estudio dice que los españoles somos un desastre, no vamos a potenciar lo desorganizados que podemos llegar a ser. Sería paradójico que un Gobierno se dedicara a potenciar lo malo y encima le paguemos por ello.

Otra cosa es modificar o convertir en fortalezas las debilidades que los estudios puedan ofrecer. Como ejemplo, si la percepción que tenemos de los alemanes es de “cuadriculados” lo podríamos transformar en planificadores o meticulosos. Si el atributo que primero se nos pasa por la cabeza para definir nuestro carácter es la desorganización o improvisación podemos transformarlo rápidamente en la espontaneidad, o en que somos un país que se adapta rápidamente a las circunstancias: la famosa genialidad española.

Sin embargo, pocas veces analizamos las repercusiones que las decisiones en materia de política exterior tienen en nuestra imagen como país y, realmente, esto condiciona en gran medida la percepción que desde el exterior se tiene de España. Si admitimos que somos como nos ven, entonces, tenemos un problema.

Quizá Valerie Edwards, una de las protagonistas de Berlin Station, tenga razón. “España busca la oposición, pero esto no es nada nuevo”. “Yo no contaría con España” o “el presidente español tiene el número de móvil del Kremlin entre sus favoritos”. Estas frases sacadas del capítulo 7 de la temporada 3 de la serie de Olen Steinhauer pueden parecer una boutade, pero realmente reflejan parte de nuestra política exterior, heredada a través de décadas de pertenencia a organismos multilaterales como la OTAN, la UE, la OSCE o incluso las Naciones Unidas.

Por supuesto hay que matizar. La frase se ciñe a la aplicación del artículo 5 de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, en un contexto en el que uno de los países miembros de la OTAN puede verse atacado por un tercer país. ¿Imaginan quién?

La literalidad del Tratado establece que un ataque contra un Estado miembro de la OTAN será considerado un ataque contra todos. Este fue un punto de negociación muy importante en nuestra adhesión al Tratado de Washington. Fíjense si era importante que Ceuta y Melilla quedaron al margen de esta protección a cambio de nuestra no pertenencia, en un primer momento, a la estructura militar de la Alianza Atlántica.

La consecuencia es lógica. Si un Estado es atacado, el resto devolverá el golpe. Este es precisamente el valor de la Alianza: la fiabilidad y firmeza del apoyo entre los socios.

Sin ánimo de hacer spoiler. La serie nos narra las vicisitudes de un grupo de espías americanos basados en Berlín. Las intrigas tienen lugar en toda Europa y, en cada episodio, podemos observar la percepción que los estadounidenses, al menos los personajes de la trama, tienen de sus socios europeos.

A España le ha tocado un par de veces, aunque es precisamente en este episodio cuando podemos saber cuál es la primera impresión – que es la que cuenta – sobre nuestra actuación y peso en el principal centro de decisión sobre la defensa europea.

Si bien nuestra participación sobre el terreno no es discutible, ya que hemos intervenido activamente en misiones como la de Implementación y Estabilización en Bosnia–Herzegovina, en la Fuerza multinacional de Kosovo, en la operación Unified Protector en Libia, en la operación Ocean Shield de lucha contra la piratería en el Golfo de Adén, en la Fuerza de Asistencia Internacional de Seguridad en Afganistán o en la operación naval Active Endeavour contra el terrorismo en el Mediterráneo, las palabras de Edwards se refieren más a nuestra posición política en aspectos cruciales y calientes en materia de seguridad.

Pese a lo relatado anteriormente, parece que somos vistos como un país no del todo comprometido. Ni siquiera el aumento de nuestro presupuesto militar o el puesto de privilegio como séptimo contribuyente neto a la OTAN parecen cambiar esa percepción que sigue existiendo entre parte de nuestros aliados.

Quizá uno de los aspectos que inciden en esta percepción es la rémora de la retirada unilateral de nuestras tropas en Iraq en 2004. Independientemente de cuestiones políticas nacionales, lo cierto es que esta decisión sigue pesando como una losa entre nuestros aliados. Es difícil poder explicar este sentimiento desde la óptica civil, pero desde luego, para el mundo militar, lo peor que puede hacer un Ejército es retirarse cuando vienen duras, puesto que tu propia seguridad depende del aliado, del amigo, del compañero que ha prometido acompañarte hasta el final.

Rara vez hemos sido capaces de dar un paso adelante en materia de política exterior de manera autónoma. Normalmente nuestra postura, tanto en la Unión Europea como en Naciones Unidas o la OTAN, tiende a situarse con la del resto de países o al menos aquellos que muestran una actitud menos arriesgada.

Tampoco hay que ser injustos. España ha hecho mucho por Europa y por el mundo en política exterior. Especialmente en lo relativo al 'soft power' de la diplomacia. A la ya mencionada presencia de nuestras tropas en los escenarios más peligrosos del mundo, se unen proyectos como el de la ciudadanía europea, nuestra ayuda a la cooperación y desarrollo –otro de esos valores fiables que se nos escaparon con la crisis y que deberían haber continuado como atributo país– o nuestro manido papel mediador entre África, Europa y América del Sur, que está por desarrollar de manera efectiva.

Venezuela es un ejemplo más de nuestra posición. Si hay un país sobre el que tenemos una influencia directa, esa es Venezuela. Si tiene que haber un país comprometido con lo que pasa en Venezuela, esa debe ser España y, sin embargo, cuando el resto de países cercanos parecen tomar una decisión firme en un apoyo claro a la incipiente democracia venezolana, nosotros preferimos escudarnos en la decisión que tome la fría Bruselas. Aquí se precisa también un apoyo incondicional e incluso al margen de los tediosos y largos procesos comunitarios.

Es cierto que hay miles de kilómetros que separan Caracas de Madrid, pero la apuesta por la democracia debe ser también parte de la Marca España. No hagamos que, en este caso, Valerie Edwards tenga razón.

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