Opinión

Vulnerables

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Vulnerables

Quizá esta sea una de las palabras del año. 2020 nos ha demostrado lo frágiles que podemos llegar a ser como sociedad e incluso como un mundo más o menos organizado en torno a unos valores democráticos.

Y lo ha hecho golpeando donde más duele: en la salud. En la razón que no atiende a condiciones morales, políticas, sociales o económicas y que parece llevarse por delante los pilares de un estado de bienestar que, con el tiempo, prometía más de lo que realmente podía ofrecer.

Sin embargo, no es esta la única vulnerabilidad que nos ha traído el año de la plaga. Por el contrario, el concepto vulnerable se ha extendido a gran parte de la actividad social y ya incluye varios apellidos como el económico, familiar o el energético.

Uno de los sempiternos males de nuestra política es la falta de respuesta inmediata ante fenómenos de esta naturaleza. Así, la acción pública tiende a proteger la situación frente al concepto. Dicho en otras palabras, para el legislador es crucial arbitrar los procedimientos necesarios para paliar las consecuencias de la vulnerabilidad, en lugar de atacar la vulnerabilidad en sí misma.

Un ejemplo claro lo encontramos con la definición del vulnerable energético. El Real Decreto-ley 37/2000, de 22 de diciembre, de medidas urgentes para hacer frente a las situaciones de vulnerabilidad social y económica en el ámbito de la vivienda y en materia de transportes, es un claro ejemplo de esta protección.

La palabra vulnerable se repite hasta 14 veces en el texto. En ellas se asegura la protección a estos “colectivos’ a los que deben ofrecerse medidas de apoyo para superar su situación. Incluso se establece una categorización, de facto, al distinguir entre aquellos vulnerables que no dispongan de una alternativa habitacional. Es el vulnerable agravado que, en técnica legislativa, es el más mísero de los desamparados.

Junto a la gradación de la vulnerabilidad surge todo un elenco de situaciones de precariedad social. El mismo texto recoge a las víctimas de violencia de género, personas objeto de desahucio de su vivienda habitual, personas sin hogar y la típica coletilla administrativa de “otras personas especialmente vulnerables”, como las destinatarias de las acciones sociales amparadas en el derecho a una vivienda digna y adecuada recogida en el artículo 47 de la Constitución, que, no por error, aparece dentro de los principios rectores de la política social y económica, en lugar de figurar entre los derechos y libertades, estos sí impugnables y exigibles directamente ante los tribunales.

La extensión de ‘lo vulnerable’ alcanza campos incluso contradictorios como el del consumidor de agua, electricidad y gas natural en el marco de la pobreza energética. Son estos los que en realidad asumen gran parte de la eficacia del documento al estar directamente señalados e identificados en el Real Decreto 897/2017, de 6 de octubre, por el que se regula la figura del consumidor vulnerable, el bono social y otras medidas de protección para los consumidores domésticos de energía eléctrica.

Como siempre en Derecho, las definiciones son el fondo del asunto, ya que solo los incluidos en ella serán beneficiarios o perjudicados por la aplicación de las leyes. A ojos de la legislación española, los consumidores vulnerables son aquellos titulares de un punto de suministro de electricidad en su vivienda habitual que, siendo persona física, estén acogidos al precio voluntario para el pequeño consumidor (PVPC) y cumplan alguno de los otros requisitos exigibles, entre los que se incluyen a las familias numerosas y mil y una situaciones derivadas de la aplicación y corrección del IPREM (Indicador Público de Renta de Efectos Múltiples) en la vida cotidiana de los clientes vulnerables.

Se dan así las paradojas típicas de la mala regulación o normalización administrativa de situaciones de facto, como que familias numerosas con altísimas rentas puedan beneficiarse de descuentos o ayudas públicas sobre su factura privada, solo por el hecho de serlo y derivadas, en muchos casos, de un desconocimiento administrativo de la situación real de la sociedad.

Otros países han optado por un modelo mucho más sofisticado de delimitación de la vulnerabilidad, que no es otro que atender al gasto energético. Aplicando un porcentaje sobre los ingresos y cruzando este dato con el consumo efectivo en energía, la mayor parte de los países de la Europa comunitaria definen al cliente vulnerable como aquel que destina más del 10% de sus ingresos al consumo energético. La discusión no es baladí, puesto que el doble dígito permite actuar directamente contra la auténtica causa de la pobreza energética. Esta radica, en la mayor parte de las ocasiones, en la ineficiencia energética, la escasez de buenos aislantes en los hogares, aparatos tecnológicos no optimizados desde el punto de vista energético o incluso, en el menor de los casos, a auténticos despilfarros derivados de acceso a precios de la electricidad irrisorios.

La vulnerabilidad ha llegado para quedarse y la acción de las administraciones públicas debe aprender a lidiar con ella. El mercado laboral, también caracterizado por su inestabilidad, hace que el seguro y fuerte de hoy pueda convertirse en el vulnerable del mañana. Adaptarse a esta situación y diseñar políticas públicas dinámicas para corregir y soportar presupuestariamente estas situaciones temporales deben estar en el centro de la vida política.

Lo contrario es la creación de mecanismos normativos estáticos, propios de un mundo prepandémico en el que los marcos administrativos eran inmutables, creados para perdurar en el tiempo. Si hay algo que nos ha demostrado este 2020 es que nada dura eternamente. La mejor manera de dejar de ser vulnerables no es otra que atacar directamente a la razón de esa condición, en lugar de arbitrar mecanismos que favorezcan su causa y, por lo tanto, su permanencia en el tiempo.

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