OPINION

"La ética es lo único rentable y sostenible en un despacho de abogados"

Oficinas de Herbert Smith Freehills
Oficinas de Herbert Smith Freehills

Uno de los más eminentes juristas italianos, Francesco Carnelutti, dijo una vez que los abogados son como los restaurantes, cuando se hacen famosos, cuestan más y valen menos. Esa frase, que bien valdría para otras profesiones como la de periodista (por poner un ejemplo cercano), toma cuerpo cuando vemos los tejemanejes que algunas veces se producen entre algunos despachos de abogados que buscan la oportunidad y la vía rápida para acceder al negocio sin tener a veces demasiado en cuenta que la reputación, la confianza y la confidencialidad son los mayores valores que puede tener un bufete en los tiempos que corren.

La práctica de meter expolíticos dentro de los órganos de decisión de los despachos de abogados, sobre todo cuando se dedican al derecho de los negocios, es algo habitual en el mundo anglosajón, sobre todo en Estados Unidos, donde el lobby y el tráfico de influencias son moneda de cambio habitual, con sus reglas bien establecidas y admitidas por todos. Una cara conocida o alguien que ha sido ministro en áreas tan jugosas para el mundo del derecho como las grandes infraestructuras, o que está al tanto de los entramados empresariales que contratan con la Administración (la ‘primera empresa’ de este país, no lo olvidemos) son muy útiles para el desarrollo de negocio de un despacho, tanto por su preparación como, sobre todo, por la red de contactos que acarrean y el negocio potencial que puede suponer.

Pero esa práctica no ha calado en el derecho que se realiza en la Europa Continental, del que España es uno de los máximos exponentes. Es un hecho que las primeras firmas legales españolas están muy por delante de los despachos anglosajones implantados en nuestro país, incluso han resistido, por el momento, la irrupción de las ‘big four’, las grandes consultoras y auditoras, con divisiones legales de muy alto nivel. Pero no por ello se debe concluir que contratar a exaltos cargos del Estado e incluso a políticos en activo sea algo bueno o malo, siempre que se haga con todos los estándares que la ética y la deontología exigen en una profesión tan vinculada a esos cánones como la abogacía.

Aunque pueda parecer lo contrario, nadie quiere ver a su abogado en la televisión o en las redes sociales explicando las bondades de un caso que ha ganado en el que se pueda sentir aludido, por más que nunca se le mencione como cliente (regla de oro de la abogacía). Y tener metida en la trama la intervención de algún político que haya hecho de asesor áulico o algo parecido, da más miedo todavía a quien no busca notoriedad, sino solo que le entiendan y le solucionen su problema. Puede ser más entendible en grandes procesos donde se mezclan Estados e intereses millonarios de sectores completos, como la energía o las finanzas, pero son excepciones normalmente de ámbito internacional y donde se mezclan el derecho continental con el anglosajón en temas de regulación, competencia o arbitraje internacional, en los que el lobby es una realidad. Y aún así, hay que andar con mucho cuidado a la hora de implicar a un expolítico u otro en el proceso.

Hay una máxima que siempre se cumple y que me recordaba esta semana un gran jurista español ya jubilado: “La ética es lo único rentable y sostenible a largo plazo en un despacho de abogados”. Es muy difícil trasladar a Europa la figura anglosajona del lobby político por una cuestión puramente cultural y, de hecho, en los grandes bufetes españoles existe el convencimiento general de que la incorporación de expolíticos o figuras similares para buscar clientes e influencia, se acaba pagando muy caro. Dos bufetes de origen anglosajón que operan en España han intentado fichar esa semana a dos exaltos cargos del anterior Gobierno y, cuando lo tenían hecho e incluso bendecido por el actual Ejecutivo, se han echado para atrás sin dar mayores razones por ello. Tal vez algún día nos enteremos por qué.

Desde Platón hasta Shakespeare, han sido muchos los pensadores, políticos, dictadores y prohombres y mujeres de la historia que han vilipendiado la profesión de abogado, porque entender que se dedicaban a defender a quienes les pagan, sean los buenos o los malos, y a cualquier precio, normalmente alto. Pero una visión tan simplista no debe ocultar el papel que hace el abogado como auxiliar de la justicia y cauce a través del cual se pueden resolver los problemas sociales que agobian a la gente y bloquean el progreso. Yo prefiero quedarme con la definición que de ello hizo uno de los grandes abogados en activo de este país, que entiende su profesión (y su vocación) como la de “un arquitecto de la vida social”, que intentan entender por qué ocurren las cosas y buscar las soluciones más idóneas para construir la convivencia. Claro que, sin políticos de por medio, eso se hace mucho mejor.

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