OPINION

¿'Quo vadis', Sánchez?... A palabras necias, oídos sordos

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el ministro de Sanidad, Salvador Illa, en la reunión de este sábado
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el ministro de Sanidad, Salvador Illa, en la reunión de este sábado
EP

Mucho han cambiado las homilías de fin de semana de Pedro Sánchez, siempre a la hora de comer o cenar. Al inicio de la pandemia y a medida que se agravaban los datos, se podía ver cierto pánico en su rostro y en su forma de contar las cosas, ante un mal contra el que poco podía hacer hasta doblar la maldita curva. Ahora, con media España en chándal dando vueltas en los ‘paseos del colesterol’ de cada ciudad, se le ve más relajado y hasta desafiante ante la amenaza de Casado de no apoyar otro estado de alarma: “No hay plan B; esto es lo que funciona”, ha sentenciado, seguro de que su principal oponente político no puede a estas alturas cortar la salida a la calle de los españoles de cualquier manera sin pagar un alto precio político por ello. Seguro que hay formas más astutas de hacer frente a lo que en el PP se temen desde que se inicio la tragedia: el paseo triunfal de Pedro Sánchez en la capital del reino, cual César romano, para apuntarse ahora todos los logros después de haber sudado coronavirus durante dos meses.

Tanta es la seguridad que tiene de que la desescalada es para él un paseíllo bajo el Arco del Triunfo, que se permite hacer gala del clásico refrán castellano: ‘A palabras necias, oídos sordos’, para no entrar en el avispero de líderes autonómico que le acecha por todos los lados en busca de los resquicios de gloria que les pueda dejar para ‘vender’ a sus conciudadanos. Claro que también es cierto que dentro y fuera de su propio partido, a Sánchez se lo ponen bien algunos  dirigentes regionales, como Isabel Díaz Ayuso o su convecino Emiliano García-Page, que cada vez que hablan y se fotografían para intentar ser también aclamados en sus pequeñas aldeas, sube el pan o meten la pata. Y eso que entre ellos no tienen nada que echarse en cara, aunque solo sea porque ninguno puede presumir de buenos datos de contagio ni buena gestión 

Por si acaso alguien levanta la voz en la periferia autonómica, Sánchez ha optado por la mejor solución de cuantas se han aplicado siempre en este tipo de casos desde que se instauró la financiación autonómica ‘moderna’, hace ahora dos décadas: repartir dinero. En el año 2001, al PP le sirvió para que los barones del PSOE pidieran a su líder de Ferraz que se callara, ante el riego de dinero que les iba a caer con la cesión de la sanidad y la educación. El problema es que ahora, tener tanta sanidad cedida y descoordinada se ha convertido en un problema, no económico, sino humanitario y de pura incapacidad de gestión, que ha dejado muchas de sus vergüenzas al aire. Nadie ha sabido reaccionar con la amplitud de miras que el problema merece. Todavía hay autonomías que no entregan bien los datos de los contagiados y los fallecidos, cuando la gente piensa ya mas en salir que en lo que se queda atrás.

Con la sartén por el mango, Sánchez también sabe jugar la partida y, a la vista de la estrategia corta, efectista y mediocre de algunas administraciones territoriales, tira de chequera y les pone 16.000 millones (que no serán los primeros), para que paguen facturas, ayuden a sus empresarios en algo (poco) y, sobre todo, rellenen su dotación sanitaria y asistencial para afrontar un posible rebrote en otoño. Y de paso, los barones populares pueden ahora decirle a Casado que, si no apoya el estado de alarma, el dinero que necesitan para hacerse fotos que poner en su vitrina particular no llega; y lo que es peor, la gente (sus votantes) se les puede echar encima y romper el principio de proporcionalidad (jurídico) que toda decisión política debería guardar: sería más grave el mal generado con la solución, que el problema que se quiere solucionar.

Más allá del estado de alarma, que es una batalla perdida, esa nueva cara con la que Sánchez nos cuenta ahora las noticias de los sábados no oculta la tremenda debilidad de su situación. La pusieron sobre la mesa el jueves sus dos ‘leales’ ministras económicas: Calviño y Montero han enviado a Bruselas un parte de guerra del que este Gobierno deberá dar cuenta más pronto que tarde si, a partir de ahora que es cuando llega la hora de la verdad, no toma decisiones más a la medida de lo que es una recuperación económica basada en consumo e inversión (que han desaparecido del cuadro macro) y se deja de agrandar un escudo social en el que se ha gastado tres veces más de los 14.000 millones previstos sin saber casi ni cómo ni cuándo. Al anunciar sus vacaciones retribuidas de Semana Santa, la ministra de Trabajo, fiel escudera de Iglesias y contrapeso de Calviño, decía no que no tenía calculado el coste de los ERTE, porque lo importante era prohibir que se despidiera. Y era verdad, sobre todo porque no le interesaba saberlo en ese momento. Ahora ha sido la vicepresidenta económica quien le ha echado las cuentas y las ha enviado a Bruselas, para que sea oficial.

Y no solo es un problema de debacle económica lo que hay al final de la desescalada y el estado de alarma, del que no saldremos en menos de dos años. El reparto de fondos de Sánchez a las autonomías no puede tapar la polémica cuestión territorial y la necesidad de aclarar de una vez por todas su financiación. La mesa de diálogo con Cataluña está paralizada y tocada después de las 'visiones' independentistas de Torra en plena pandemia (nosotros solos lo solucionamos todo mejor, decía antes de saber hasta dónde llegaba la masacre del virus). Los vascos van a pasar su factura y el resto de autonomías no van a dejar de medir cada pago que se les haga, para ver si a río revuelto, ganan algo más.

Si ante esa segunda pandemia que tendría que afrontar Sánchez antes de que el virus rebrote en otoño, la única preocupación es dejar o no que se prorrogue un estado de alarma que, usado al filo de la legalidad constitucional, hay que reconocer que sí ha servido para algo, es que no hay visión de largo plazo en la política de este país. Ni en quien manda, ni en quien quiere hacerlo. Con la excepción siempre del alcalde de Madrid, que gana peso cada día. ¿Por qué será?

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