OPINION

Diez años de cárcel por una conspiración para la rebelión

Turull
Turull
EFE

España entera está en ascuas pendiente de la sentencia por el ‘procés’. No en vano, el juez Marchena preside un tribunal de siete magistrados que están, probablemente, ante el fallo más importante sobre el orden constitucional del Estado desde que estamos en democracia. Él mismo eligió un cónclave de siete miembros para que no tuviera que pesar su voto de calidad en caso de empate, pese a que eso dificulte una decisión por unanimidad y abra la puerta a votos particulares que puedan ser elevados a instancias superiores.

Como es lógico tras la pulcritud y la diligencia con que la Sala de lo Penal ha llevado el caso, el hermetismo sobre la decisión final del tribunal y su opción por un delito de rebelión u otro de sedición, que será la clave de la sentencia, es absoluto. Una de las cuestiones que sobrevuelan sobre la dicotomía clave del proceso es el origen que marca cada uno de esos dos tipos delictivos y su ubicación en el Código Penal: la sedición es un delito contra el orden público establecido, mientras que la rebelión conlleva una serie de condicionantes más complejos en su delimitación, por ser un delito contra el orden constitucional del país. A estas alturas del juicio, televisado y escudriñado hasta sus más pequeños detalles, lo más fácil es pensar que estamos hablando de rebelión, sobre todo porque, en justicia, se debe evaluar el conjunto de los hechos que se analizan, y no el detalle aislado de lo que pudo o no pudo ocurrir una noche concreta en las calles de Barcelona.

Ese entendimiento de los hechos, vistos en detalle pero considerados como un todo, nos acercarían más a una rebelión, en el grado que se determine, que en una mera sedición como núcleo gordiano de la sentencia y dejando de lado la posible malversación de fondos y la desobediencia, incluidas en todo el proceso, pero que van ser menos determinantes en el fallo final. El ‘procés’ empezó en el Parlament, siguió en la calle, intentó extenderse por Europa y acabó con la gente subida encima de los coches y un maldito día en el que las urnas clandestinas desataron imágenes de enfrentamientos que nadie quiso generar.

Los más avezados cierran filas en torno a si hubo o no violencia, para fijar el tipo delictivo de la rebelión, y se enzarzan en un debate de ida y vuelta que tal vez no marque con claridad la base jurídica del asunto. Hay muchos tipos de violencia, activa y pasiva, y de todos ellos se dejó señal en la jornada del 1-O, antes de que se celebrase y después de haberla superado. ¿Quién es más culpable, el que genera la tensión para que una situación explote o el que se enciende para causar la detonación? No hubo tanques en las calles ni se puede hablar de ensañamiento policial de forma generalizada, de la misma manera que se pudieron evitar algunas escenas desalentadoras, más allá de las ‘fake’ interesadas de corto recorrido. Si en un análisis judicial se entra en el bucle de la violencia y no se amplía la vista a lo que supusieron los hechos en su conjunto, la visión puede resultar distorsionada. También es cierto que no es fácil que algo así le ocurra a un juez de la categoría ética y profesional (más que demostrada) como Manuel Marchena.

Hasta saber en qué ha quedado la votación a siete del Tribunal, la moderación apunta a una sentencia salomónica, con la rebelión degradada al estado de conspiración, de forma que la pena no llegue más allá de los tres lustros y se quede en una década, que puede ser también a la que se llega desde la sedición en grado máximo. De una forma o de otra, diez años de cárcel no es una pena menor, por más que a muchos les parezca que lo ocurrido en Cataluña merece mandar a los culpables a trabajos forzados. Es cierto que, al depender de la Generalitat los posibles beneficios penitenciarios de los reos, tras dos años de preventiva y con una cuarta parte de la condena cumplida (en mayo del año que viene) podrían disfrutar de un cómodo segundo grado ampliado, aunque será el juez y la condena definitiva que establezca quien marque el paso de todas las opciones posteriores.

Diez, quince y hasta veinticinco años… Cada nivel y cada argumentación van a tener una reacción política y social dentro y fuera de Cataluña, en plena campaña electoral. El caos está servido en la semana posterior a la publicación de la sentencia, que ni va a gustar a todos ni va a condenar a nadie más que los procesados. Sería una gran lección de civismo y de madurez como estado democrático olvidar los votos que hay en juego, aceptar lo que diga el juez como justo (que lo será) y no utilizarlo como arma política arrojadiza, al menos por quienes creen que la convivencia es aún posible en este país.

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