Econopatías 

Estamos ahorrando para la jubilación, pero poco y mal

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Estamos ahorrando para la jubilación, pero poco y mal. 
Unplash / Jeff Sheldon

En el recurrente debate sobre la reforma de las pensiones se pone mucho énfasis en los condicionantes demográficos. Entre ellos, con demasiada frecuencia la atención se centra en la tasa de dependencia, esto es, la ratio entre la población jubilada y la población en edad de trabajar. Con menos frecuencia se destaca que el principal factor que determina el coste de asegurar a la población contra el riesgo de longevidad (el principal objetivo de todo sistema de pensiones) es la esperanza de vida. En las próximas tres décadas la tasa de dependencia se va a duplicar (desde aproximadamente el 30% hasta el 60%); el aumento de la esperanza de vida no va a ser menos espectacular. Ahora, la esperanza de vida al nacer es de 82,34 años, y a los 65 años es de 20,42 (incluso con la bajada transitoria causada por la Covid-19). De seguir la tendencia observada en los últimos 45 años (dos años y un año y dos meses de incremento por cada década, respectivamente), en 2050 el periodo esperado medio de jubilación sería mayor de 22 años (incluso con el retraso de la edad efectiva de jubilación a los 67 años).

A mis estudiantes les propongo la siguiente pregunta: Suponed que a Robinson Crusoe se le aparece Dios y le dice que en lugar de 28 años va a pasar 5 años más en su isla desierta de la desembocadura del Orinoco y que su fiel amigo Viernes fallecerá en los próximos días. ¿Qué haría Robinson Crusoe (aparte de considerar seriamente la posibilidad del suicidio)?. La respuesta es que trabajaría más duro y durante más años para cosechar alimentos y almacenar una mayor parte de ellos para cuando su productividad recolectora fuera menor.

Esta historieta sirve para ilustrar bien las consecuencias de un aumento de la esperanza de vida (más tiempo en la isla) en un contexto en el que los sistemas públicos de pensiones (el amigo Viernes) se enfrentan a dificultades financieras considerables que impedirán que las prestaciones actuales puedan mantenerse en el futuro. La conclusión trasladada al continente europeo es obvia: si queremos mantener nuestros niveles de consumo a lo largo del ciclo vital, cuando el periodo esperado de jubilación se alarga necesitamos aumentar la productividad y las horas de trabajo (cosechar más durante más tiempo) y también el ahorro (almacenar más).

La necesidad de ahorrar es ahora incluso mayor, puesto que la rentabilidad de ese ahorro está bajo mínimos y es probable que permanezca así durante un periodo largo. Esto significa que para asegurar un determinado nivel de consumo es necesario acumular un capital más elevado. Sin embargo, la tendencia que se observa es la contraria: de un tiempo a esta parte los españoles han disminuido sus aportaciones a los principales vehículos financieros que sirven para la acumulación de ahorros para la jubilación. Estos vehículos son los planes de pensiones voluntarios que se pueden constituir individualmente o mediante planes de empleo en algunas empresas (fundamentalmente, las más grandes y más en las empresas públicas que en las privadas).

Desde que fueron regulados en 1985 las aportaciones a los fondos de pensiones han recibido un tratamiento fiscal favorable frente a otras vías de ahorro en la forma de deducciones de la base imponible iguales a las cantidades aportadas hasta ciertos límites máximos que han ido cambiando a lo largo del tiempo. Al instrumentarse de esta manera los incentivos fiscales para promocionar el ahorro para la jubilación se han traducido en subvenciones fiscales mayores para las familias de mayor renta (que podían ahorrar más y que, enfrentándose aun tipo marginal del IRPF más elevado, reducían en mayor medida los impuestos que debían pagar) y en una oportunidad para que la industria financiera se apropiara de parte de esas subvenciones en forma de comisiones elevadas por la participación y mantenimiento de fondos de pensiones. Por tanto, había buenos argumentos para proceder a una reducción (incluso a una eliminación total) de estas desgravaciones fiscales, pero no para obviar el diseño de un sistema de incentivos alternativo que fomente la necesaria acumulación de ahorro para la jubilación en el contexto actual.

Sin embargo, lo que se está produciendo no va exactamente en esta línea. Los límites máximos para aportaciones a planes individuales se redujeron drásticamente (primero de 8.000 a 2.000 euros y, ahora, a 1.500 euros en 2022). Sin embargo, al mismo tiempo se han incrementado notablemente los relativos a las aportaciones a planes de empleo (hasta 8.000 euros, primero, y a 8.500 en 2022). Esto significa que las desgravaciones siguen favoreciendo más a los trabajadores de mayores salarios que son los que en mayor medida disponen de un plan de empleo. Aunque se anuncia (en fase de anteproyecto de ley) un plan de empleo público al que podrán acceder (voluntariamente) trabajadores autónomos, empleados públicos y privados con convenio colectivo, queda por ver las condiciones de ese plan y en qué medida favorecerán el necesario aumento del ahorro.

En definitiva, la situación financiera de las próximas cohortes de jubilados, ya de por sí muy heterogénea, empeora por unas subvenciones al ahorro para la jubilación que solo favorecen a los segmentos de población con mejores expectativas de pensión. Es una deficiencia que con la reforma actual de pensiones tampoco va a desaparecer. Y luego queda la segunda parte de la historia: cómo convertir el ahorro acumulado para la jubilación en una renta vitalicia que nos asegure contra el riesgo de supervivencia. Esta es otra carencia grave a la que volveremos próximamente.

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