OPINION

Que la CEOE renazca, por favor, por el bien de todos

Garamendi
Garamendi
EFE

¿Qué es más importante? ¿La realidad o el relato? Pues según los 'storytellers', verdaderos sacerdotes de estos tiempos fluidos, lo único que en verdad existe, es el relato. La realidad es un mero accidente, el relato que de ella nos llega es la única verdad. Y gran parte de razón deben de tener porque hace ya tiempo que nos desentendimos de los datos para quedarnos con el discurso que de ellos hacen unos y otros. Y, llegados a estas alturas, habremos de convenir que los enemigos de las empresas han logrado colocar su mercancía en forma de relato, mientras que los que valoramos su importancia apenas si hemos sido capaces de enhebrar una débil defensa argumental. Por tanto, debemos entonar el mea culpa de manera individual, pero, sobre todo, exigir a las organizaciones empresariales que cumplan con ese papel imprescindible e irrenunciable que le corresponde. Y en esta guerra de relatos, hemos echado a faltar una voz más rotunda, contundente y fundada de la CEOE, ocupada como ha estado durante mucho tiempo ya, en otros menesteres.

Malos tiempos corren para los empresarios, condenados por muchos como responsables de la Gran Recesión que aún colea. Las empresas, de manera desproporcionada e injusta, quedaron apuntadas por el dedo acusador de la sociedad y de sus gobernantes. La mayoría de las empresas, no obstante, fueron víctimas y no causantes de los estragos económicos que padecimos. La crisis que nos golpeó de manera brutal dejó como damnificados a millones de parados, familias arruinadas, cientos de miles de desahuciados y salarios con los que apenas si se podía subsistir. Esa durísima realidad aún carcome nuestras entrañas. Pero las empresas –pequeñas, medianas y grandes– también sufrieron por el colapso económico en su solvencia –muchas quebraron- y, sobre todo, en su reputación.

En efecto, la imagen de las empresas se devaluó tras la crisis, como pudimos comprobar encuesta tras encuesta. Un elevado porcentaje de la población las consideró como parte del problema y no como parte de la solución. El populismo cebó esa desafección al tiempo que se aprovechó electoralmente, responsabilizándolas de lo sucedido. Y, hasta aquí, el relato conocido. Pero el que hemos echado en falta durante todo este tiempo ha sido el de las empresas, organizaciones del todo imprescindibles para el desarrollo y bienestar de una sociedad. Las empresas han estado centradas en capear los envites recesivos y sus organizaciones representativas, en especial la CEOE, ocupadas, al parecer en otros asuntos internos. Corresponde a la CEOE la defensa de los intereses empresariales y la elaboración de un discurso que haga valer el papel fundamental que representan para la libertad, el desarrollo y el bienestar de la sociedad. Pero, desgraciadamente, su voz ha sonado poco y bajo en estos tiempos de griterío desaforado.

Así, ante la inacción intelectual y la debilidad negocial de la que ha hecho gala la empresa en estos últimos tiempos, los políticos se han creído que podían ordeñarla sin límite, sin percatarse de que muchas de ellas ya se encontraban exhaustas en gran medida. Nos estamos acostumbrando a que las empresas sean las que paguen todas las fiestas, los fines nobles y las buenas ideas de nuestros gobernantes, que tenerlas de vez en cuando las tienen, pero que también se vean obligadas a financiar sus ocurrencias y dislates. Prometan lo que prometan, legislen lo que legislen, hagan lo que hagan, al final, el pagano de la fiesta será en última instancia la empresa, sin posibilidad alguna de apelación.

Es normal que las empresas paguen impuestos, coticen por sus empleados y contribuyan en la medida de sus posibilidades con la sociedad que las acoge. Así también, por supuesto, que hagan el mayor esfuerzo por adaptar sus estructura y organización a los requerimientos administrativos y legales. Hasta ahí, todos de acuerdo. Pero si analizamos la legislación de estos siete últimos años, nos encontraremos que en su práctica totalidad han aprobado subida de impuestos, cotizaciones y tasas de diversa índole que siempre cargan la cuenta de resultados de las empresas, sobre las que también recaen mayores responsabilidades de todo tipo, administrativas, económicas, penales y fiscales. Los trámites se complican, la burocracia se incrementa, el gasto interno se multiplica para tratar de justificar la inflación de normas imperativas que recaen sobre la empresa. Y las empresas callando y pagando, sin voz alguna en las cuestiones que tanto le afectan.

Se ha producido, por ejemplo, una importante y paulatina subida de las cotizaciones sociales, de manera indirecta, si se quiere, pero subida al fin a y al cabo, como comprobamos por la subida de las bases máximas por arriba y la elevación de las bases mínimas por debajo, unido al incremento de los coeficientes por accidente en determinados puestos de trabajo y la elevación de las cotizaciones de los autónomos. Más impuestos sobre el empleo en el país que, tras Francia, es el que más altos los tiene de toda Europa. Todo un contrasentido que sigamos subiendo cotizaciones mientras padecemos tasas inaceptables de desempleo. En materia fiscal, los nuevos impuestos y las subidas de los anteriores apuntan siempre en la misma dirección, que las empresas paguen más.

Repasemos, sin ánimo de exhaustividad, algunos de las normas –la mayoría de ellas positivas- que conllevan un importante esfuerzo en organización y un coste para su puesta en marcha, con auditorías, proyectos e informes de por medio, como los exigidos por la ley de protección de datos, el blanqueo de capitales, el 'compliance', la brecha salarial, o el permiso parental, todas ellas buenas iniciativas, pero que cargan con nuevas y onerosas exigencias a la empresa. Buenas noticias para la sociedad pero que siempre finaliza pagando la empresa, que, encima, aparece en la mayoría de estos asuntos como la mala de la película cuando, en verdad, y en la mayoría de ellos, ha sido su principal impulsora, como se podría acreditar en sus políticas de recursos humanos.

Y, es los estertores del gobierno Sánchez, se anuncia una extemporánea y agónica reforma laboral, que, entre otras cuestiones, impone un control y registro horario contrario al trabajo flexible que exigen los tiempos. Una rémora, sin duda, para las empresas más punteras, que no logran comprender cómo se legisla mirando al pasado y no al futuro. Ante el desafuero del gobierno, se evidencia la debilidad de la CEOE, que asiste impotente a acuerdos exclusivos con los sindicatos en materias que le afectan directamente. Los políticos, que saben de la pérdida de poder e influencia de la CEOE, no la temen y, lo que es peor, la desprecian en la práctica, como desgraciadamente comprobamos una y otra vez.

Podríamos seguir con los ejemplos, pero la idea básica está clara. Los sucesivos gobiernos han ido cargando con costes, regulaciones y exigencias internas a las empresas, débiles en su imagen pública y desasistidas por sus organizaciones patronales. Las organizaciones empresariales deben armarse con un sólido discurso intelectual para la defensa enérgica de las posiciones e intereses de las empresas y de la construcción de su relato. Las empresas son parte de la solución y no el problema. La CEOE, ausente durante demasiado tiempo, tiene un enorme reto por delante, del que no puede ya sustraerse. Que se escuche la voz de la empresa, ahora que los programas económicos de los partidos vuelven a estar en almoneda.

Una democracia industrial precisa de sindicatos y patronales vigorosas y comprometidas, que contrapesen las ocurrencias de los políticos alejados de la realidad de la fábrica y la empresa. Que CEOE renazca, por favor, por el bien de todos.

Mostrar comentarios