OPINION

La sentencia y el necesario triunfo del Estado de derecho

Centenares de personas cortan la céntrica Via Laietana de Barcelona en protesta por la sentencia del procés
Centenares de personas cortan la céntrica Via Laietana de Barcelona en protesta por la sentencia del procés
EFE

Ya la conocemos. Después de meses de comparecencias, dudas, certezas, interrogantes, pruebas, recelos, defensas y acusaciones, los siete magistrados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo han emitido veredicto por unanimidad. Sedición, que no rebelión. Sedición con malversación de fondos públicos y todo un cuerpo de jurisprudencia que viene a delimitar las diferencias entre rebelión y sedición, con el grado en el uso de la violencia mediante. Ya la conocemos y, a partir de ahora, sólo cabe respetarla y cumplirla. La consolidada democracia española se cimenta sobre un estado de derecho, que falla según la ley y en el que todas las partes han tenido el derecho de ser escuchadas y atendidas.

Se hace preciso repetir esta obviedad dadas las reacciones ante el fallo final. Unos la consideran contemporizadora y mojigata. Argumentan que lo ocurrido en octubre de 2017 es una clara y gravísima vulneración contra el orden constitucional y no tan sólo contra el orden público, lo que hubiera exigido una condena por rebelión. Para otros es una condena excesiva e inútil, mientras que para los independentistas furibundos se trata de un acto injusto y represor de un estado totalitario. Otros muchos, sin embargo, la respetamos y valoramos. La sentencia gustará o no, pero es impecable en cuanto garantía procesal, contenido y argumentación.

El juez Marchena ha procedido con exquisita profesionalidad durante todo el proceso y se ha esmerado en alcanzar una unanimidad que refuerce la solidez de la sentencia. Y es bueno, muy bueno, que la haya conseguido. La unanimidad de la sala blinda al fallo de posibles fisuras que hubieran podido erosionarlo ante la opinión pública, primero, y ante instancias superiores, después. La sentencia será recurrida ante el Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos. Una revisión, matización o crítica de estas instancias sobre la sentencia del Supremo sería tremendamente dolorosa y dañina para nuestro orden jurisdiccional. Si de alguna manera prosperara alguno de los recursos, la imagen exterior del independentismo se vería reforzada. Llevan mucho tiempo trabajando e invirtiendo en esa imagen exterior y no caben duda de que suscitan simpatías en algunos ámbitos internacionales. Para España resulta del todo fundamental ganar, también, la batalla de imagen mundial. Y, para ello, el apoyo y la validación de la sentencia en esas instancias superiores e internacionales se nos antoja cosa primordial. Seguramente no haya sido tarea fácil alcanzar la unanimidad que hace aún más fuerte a nuestro estado de derecho, al menos ante los ojos escudriñadores de terceros interesados. Nuestra enhorabuena al ponente por conseguirla.

La sentencia confirma la solidez del Estado. Durante meses, el independentismo insumiso creyó que el orden constitucional se disolvería como azucarillo ante su decisión sediciosa. Y tanto confió en su impunidad e inmunidad que aún no se terminan de creer la serena y firme actuación de la justicia, que, como no podía ser de otra forma, exigió responsabilidades a quiénes la vulneraron con escarnio notorio de leyes, normas y advertencias. Los jueces han hablado con su sentencia, como deben hacerlo los jueces. También con el corpus de jurisprudencia creado para causas que pudieran darse en el futuro. Pero la sentencia, necesariamente, juzga lo acontecido en el pasado. De alguna manera, mira con el retrovisor lo que ocurrió hace dos años ya, en aquellos días negros de sedición y dislate. De aquellos polvos, estos lodos. Los independentistas, que despertaron del delirio en el que vivían, ya saben que al estado no se le derrota con bravatas ni algaradas, ni que pueden hacer lo que les plazca. Han comprobado en carne propia que las leyes están para respetarlas y, también, para cambiarlas democráticamente en el caso legítimo de que no gustaran. Y vías democráticas tienen para conseguirlo.

El independentismo sueña con unas calles insumisas, inundadas por millones de personas enarbolando la bandera del independentismo. Creen, ilusos, que la sentencia puede ser la chispa que inflame el polvorín, el catalizador necesario para enardecer a las masas indecisas. Ya veremos en qué queda el tsunami anunciado. Probablemente se equivoquen y las algaradas no pasen de choques puntuales y de manifestaciones más o menos numerosas. Desde luego, los líderes independentistas continuarán echando leña al fuego, inflamando pasiones, suspirando por esa revolución que nunca llegará. Muchos son ya los que están agotados, emocional, familiar, económica, políticamente. Y, ahora de nuevo, tensión sobre tensión. La sociedad catalana es la principal sufridora de la sinrazón de un independentismo que la parasita y aplasta. Veremos por dónde sale tanta presión como ejercen. El Estado, mientras tanto, debe mantenerse sereno y firme, como garantía del estado de derecho y del orden público. Y los Mossos, a pesar de la infame presión que sufren, deben estar ahí para garantizarlo. El Parlament ha convocado un pleno como reacción a la sentencia. Sus señorías aún no comprenden lo de la separación de poderes, advertidos están de los límites de su mandato y legitimidad.

De nuevo reaparecen las voces que exigen negociación. Hablar, negociar, en principio, es bueno, siempre que se den unas bases mínimas para ello. Y, la primera de todas ellas, la del respeto a las leyes y a las normas democráticas. Sin ellas, ningún diálogo es posible, pues significaría cesión ante el chantaje y la presión. España es un país plenamente democrático con Estado de Derecho consolidado. A nadie se le persigue por sus ideas y sólo se puede juzgar y condenar por los actos ilícitos cometidos. Los hoy condenados han sido juzgados no por sus ideas, sino por haber utilizado las instituciones para declarar una independencia unilateral abiertamente ilegal, con la trituraban por completo la arquitectura constitucional y con la que agredían abiertamente al derecho a decidir del conjunto de los españoles. Los partidos políticos independentistas tienen encaje en la constitución siempre que, como no puede ser de otra forma, la respeten. Pero no parece ir en su esencia, siempre en búsqueda de atajos y confrontaciones.

Existen vías políticas para encauzar los conflictos y las pretensiones, siempre que se enmarquen en las posibilidades constitucionales. Y, a quién no le guste la constitución, siempre puede luchar democráticamente por cambiarla. En el marco de las leyes democráticas deben encauzarse las aspiraciones legítimas de todas las partes. Por eso, no se deben hacer más cesiones al independentismo irredento. Primero, porque no lo saciará, sino que tan sólo le proporcionará más munición para ser utilizada contra la convivencia y la constitución. Ceder, forzar los límites constitucionales con más cesiones, significaría, de alguna manera, un contraproducente premio a su lamentable irresponsabilidad. La experiencia nos demuestra que la cesión jamás sacia el apetito de los independentistas, que necesariamente precisan del “más y más” como combustible de su movimiento. Hasta ahora, todas y cada una de las cesiones ha sido utilizadas, desleal y concienzudamente, para desmontar y debilitar en constitucionalismo en el territorio catalán. Donde no existía un problema, se han esforzado en crearlo. Han cebado a un monstruo inexistente tan sólo unas décadas atrás. El independentismo, acunado desde la era Pujol, tenía un plan, que no era otro que dinamitar el consenso constitucional y obtener la independencia de manera unilateral, sabedores de la imposibilidad de obtenerla de manera democrática y respetando el derecho a decidir del conjunto de los españoles.

Es hora de la política, pero, desgraciadamente, poco podemos esperar de la política que nos toca vivir. Con un gobierno en funciones que fue posible, precisamente, gracias al apoyo de esos independentistas que aspiran hacer saltar por los aires las instituciones democráticas. Las encuestas tampoco arrojan un vencedor claro y, de complicarse la situación catalana, algunos pescadores, como Vox, obtendrían ganancia del río revuelto. Hay veces en la historia en la que es tarde para confiar en el sentido común. El independentismo hace tiempo que lo perdió y no aceptará nada que no signifique en el corto o en el medio plazo la independencia. La sinrazón gobierna su acción desesperada. El pulso de la historia se acelera y cosas veremos estas próximas semanas. Sólo nos resta confiar en la firme y serena actuación de las instituciones de nuestro estado democrático y de derecho, reforzado por una de las sentencias más complejas falladas desde la reinstauración de nuestra democracia, hace más de cuarenta años ya. Bienvenida sea, ahora toca cumplirla.

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