OPINION

El post imposible estrambótico: Buceando con tiburones

Hace unos meses recibí una llamada de Álvaro, la cabeza pensante en la sombra de Cooking Ideas,

-¿Quieres participar en el Post Imposible?, ¿qué te gustaría hacer?

-Déjame pensar…Vale: cruzar el desierto de los Monegros en bici disfrazado de cosmonauta, como Tony Leblanc en la estación espacial de Minglanillas.

-Vale, concedido.

A la semana siguiente fui yo el que llamé a Álvaro:

-Oye, que he pensado que voy a pasar mucho calor vestido de esa guisa en mitad de los Monegros…

-¡Pero, qué dices! ¡Si ya hemos conseguido un traje de cosmonauta, naranja, con el escudo de la CCCP, de los de verdad!

-Ya, ya. Es que he pensado que va a quedar muy fotogénico y divertido para el blog, pero mi dosis de diversión va a ser efímera. Puede que incluso sufra…y para una vez que me conceden un deseo.

-Vaya… ¿entonces qué quieres hacer?

-Pues me gustaría algo no tan de secano, algo más húmedo…bucear con tiburones, por ejemplo. En Australia, mismamente.

-¿En Australia? ¿Tú deliras o acaso tienes algo contra los tiburones de Valencia?

-¿Valencia? Yo pensaba que en Valencia había pechinas y sepias, no tiburones.

-No, hombre, no. En Valencia está el mejor Oceanográfico del mundo, puede que del Sistema Solar. Allí podrás bucear entre tiburones.

-¿Puedo ir en tren?

-Irás en tren.

-Trato hecho.

Así que Vodafone pidió un permiso de grabación en el Oceanografic y un mes después llegaba a Valencia en Talgo con el equipo de grabación, integrado por una pareja de leyenda: Ángel y Marcos. La idea de meterse en el tanque de los escualos no me resultaba demasiado intimidante. Al fin y al cabo, razonaba, estaba en un entorno seguro, protegido por los cuidadores de la instalación y los tiburones estaban bien alimentados. Eso fue hasta que vi a los bichos propiamente dichos: unos hermosos ejemplares de tiburón toro de hasta cuatro metros de largo y varias filas de dientes, con esa inconfundible expresión en la boca de “pececito, vas a ser mi merienda”.

Imponente ejemplar de tiburón toro.

De modo que cuando por fin me metí en el agua, con el aparatoso equipo de buceo y el portátil en ristre para escribir este post, estaba sinceramente acojonado. Intentaba seguir a aletas juntillas los tres consejos que nos había dado el encargado del acuario: “Nunca toques a los animales, no hagas movimientos bruscos y, sobre todo, bajo ningún concepto te sientes en la zona de alimentación de los tiburones”, enumeró, repentinamente transmutado en el chino de “Gremlins”.

Y ahí estaba yo: moviéndome torpemente en la bañera gigante, rodeado de peces curiosos, que se acercaban a olisquearme (¿huelen los peces?) e intentando en vano no hacer movimientos violentos. Para poder escribir este post (un par de párrafos, tampoco hay que exagerar) hemos pedido al carnicero que nos envuelva al vacío un netbook Samsung N150. La unidad de conexión MiFi, que establece una conexión inalámbrica múltiple a Internet, se queda fuera del agua, brindándonos una conexión débil (estamos 5 metros bajo tierra) pero más que suficiente para nuestra tarea.

La sonriente manta raya.

En vivo los tiburones toro son imponentes pero es fácil reconocer en ellos a un igual: la posición de los ojos, el hocico y la boca, la disposición longitudinal de la espina dorsal, e incluso el movimiento cimbreante al nadar me recuerdan que, aunque lejano, el tiburón es un pariente. Mucho más misteriosos resultan las mantas raya y el pez luna. La manta es un ser fantasmal; descansa sobre el suelo del acuario con su enorme superficie, como si fuera el sombrero de un mexicano ciclópeo. Buceo por encima de una de ellas, el ejemplar más grande del acuario, con sus dos metros de envergadura; la raya percibe mi presencia y levanta el vuelo, pues más que nadar, planea, abriendo a su paso una ola majestuosa. “Las rayas no te van a atacar –me dijo el instructor- pero si lo hacen prepárate para una estancia en el hospital: tienen un aguijón venenoso de 15 centímetros”.

"Pero nunca, nunca te poses en la zona de comida de los tiburones".

Si el tiburón resulta “familiar” y la raya majestuosa, el pez luna (mola mola) parece un descarte del casting de “Buscando a Nemo”. Su diseño es contrario a la lógica aerodinámica: un enorme círculo de metro y medio de diámetro y apenas un palmo de grosor, con un ojo en el centro, a modo de eje, que me mira fijamente. Bien pensado, un tipo con un portátil blanco en la mano y una botella amarilla colgada de la espalda tiene que resultar tan inverosímil para el pez luna como él me resulta a mí. Además, según me cuentan más tarde, los arañazos que presenta el ejemplar más viejo en la piel se deben a su torpeza: el pobre animal va chocándose con las piedras que adornan la pileta, así como con el resto de los peces o cualquier obstáculo –verbigracia, un periodista-buzo- que entre en el agua. El pez luna más joven, que acaba de llegar al Oceanografic, no se choca pero tiene complejo de perro faldero y sigue a los submarinistas por la superficie.

El asombroso pez luna.

Pero la estrella de la piscina son los tiburones. En el pasillo de cristal que atraviesa el acuario se arremolinan los visitantes, esperando el momento estrella del día: la hora de la comida de los tiburones. En realidad, comen cada dos días, sobre la hora del mediodía (aunque en aguas abiertas un tiburón toro es capaz de sobrevivir siete meses sin comer, me cuentan). El menú del día es merluza, 20 kilos de merluza en trozos de medio kilo la unidad, recién traído del puerto de Valencia, que tres cuidadores ensartan en otros tantos pinchos (“merluza de pincho”, por tanto) para que los escualos vayan sirviéndose. Dentro del túnel transparente, otros dos miembros del equipo toman nota de la cantidad que come cada cual. Rematamos la faena con un exquisito arroz a banda en la Malvarrosa, guiados por Marcos, valenciano de pro. Allí contamos nuestra inmersión a una turista canadiense que no acaba de creerse que uno pueda bucear con tiburones en Valencia. Se puede, sí. Y el año que viene, a Australia…

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