Cuando el ajo es un aroma

  • Allá por 1929, el periodista y escritor gallego Julio Camba afirmó, en su obra "La casa de Lúculo o el arte de comer", que "la cocina española está llena de ajo y de preocupaciones religiosas". A él le parecía mucho peor lo primero que las segundas, y mantenía que el ajo era la ruina de muchos platos españoles.

Caius Apicius

Madrid, 5 jul.- Allá por 1929, el periodista y escritor gallego Julio Camba afirmó, en su obra "La casa de Lúculo o el arte de comer", que "la cocina española está llena de ajo y de preocupaciones religiosas". A él le parecía mucho peor lo primero que las segundas, y mantenía que el ajo era la ruina de muchos platos españoles.

Unos cuarenta años después, el también periodista y escritor catalán Josep Pla escribió, en su libro "Lo que hemos comido", que el ajo "lo arrasa todo"; él también pensaba que el ajo era uno de los puntos negativos de la cocina española.

De la aversión de los anglosajones al ajo hay numerosas muestras en la literatura... y en la vida real. Hace algunos años, cuando la reina Isabel II de Inglaterra viajó a España, el gran cocinero Juan Mari Arzak preparó para ella uno de sus platos más famosos: merluza en salsa verde. Con almejas, pero sin un ingrediente fundamental: sin ajo, que sustituyó por cebolla. No es para nada lo mismo.

Más recientemente, la señora Beckham, cuando su marido jugó en el Real Madrid, expresó su disgusto porque en España "olía a ajo".

En fin, que el ajo, ese bulbo de apariencia humilde, pero con un orgullo que hace que nunca pase desapercibido, suscita bastante rechazo. Y no es de ahora: ya Cervantes, en el "Quijote", hace que el ingenioso hidalgo insulte a Sancho llamándole "villano, comedor de ajos...", términos, por lo que se ve, que eran, a su juicio, sinónimos o, al menos, similares.

Con toda su fobia al ajo, tanto Pla como Camba reconocían que era necesario utilizarlo si se querían hacer sopas de ajo; menos mal. Lo cierto es que hoy se doma al ajo, se le civiliza; normalmente, su cuerpo físico queda en la cocina, y a la mesa llega solo su espíritu, su aroma... incluso en preparaciones apellidadas "al ajillo".

Así que no se sorprendan si les doy la receta de una deliciosa sopa fría en la que, a pesar de llamarse "ajoblanco" (el Diccionario se niega a admitirlo, y recoge la expresión separada, ajo blanco, con una receta bastante deficiente, como podría hablar de ajo morado, que lo hay), el ajo es casi testimonial.

Hagan hervir dos o tres minutos, más que nada por higiene, unos 150 gramos de almendras crudas. Con ellas, un diente de ajo, para eliminar todo su orgullo y reducirlo a la categoría de aroma. Una vez hecho esto, trituren las almendras y el ajo en el robot de cocina, junto con un par de rebanadas de pan de molde, sin corteza, que previamente habrán remojado en agua con unas gotas de vinagre.

Pongan la sal necesaria y añadan, poco a poco, cuatro cucharadas de aceite virgen extra de oliva, eligiendo uno suave. Cuando el conjunto tenga la consistencia de una mahonesa ligera, añadan un poco de agua fría para que quede como una crema, y guárdenla en el frigorífico, en una jarra de cristal (tiene que ser de cristal, para no añadir sabores extraños), hasta el momento de servir.

A la hora de llevarlo a la mesa pondrán los "tropezones": lo clásico son las uvas moscatel, dulces, peladas y sin pepitas; en casa, sin embargo, ponemos bolitas de melón, que ha de ser bien dulce. Pero pueden ponerle hasta trocitos de melocotón en almíbar: queda sorprendentemente rico el contraste. Y esta sopa es ideal cuando, entre las almendras, algunas son amargas.

Se puede hacer con piñones de pino en vez de almendras, o con habas... Es, desde luego, una delicia mediterránea, malagueña de cuna, en la que el ajo está impregnado de civilización y aprende a no molestar para ser lo que siempre debería ser: un perfume... que ha de usarse con sabiduría.

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