Junto al importe del gas

El coste oculto de la factura de la luz: el CO2, el peor enemigo del consumidor

El precio de la emisión de este gas ha pasado de rondar los 32 euros a cerrar el año en máximos cerca de los 90 euros por tonelada, en un mercado diseñado para mantenerse al alza con la descarbonización.

CO2
El coste oculto de la factura de la luz: el CO2, el peor enemigo del consumidor.
EFE

Hay un elemento que es el gran desconocido en la crisis de precios que está viviendo la energía en los últimos meses: el CO2. En concreto, el mercado de emisiones de CO2 se ha convertido en un volcán explosivo que arrastra a su paso cualquier tipo de iniciativa que trate de abaratar la electricidad. Además, lo hace de manera silente y despiadada. El fundamento económico de su creación fue cumplir el principio medioambiental acuñado a comienzos del milenio, por el cual, aquel que fuera a liberar dióxido de carbono a la atmósfera, tendría que pagarlo... y a qué precio. Para ello se creó un instrumento mercantil y finalista que supone un desincentivo a la generación o producción de bienes industriales, llamémosles ‘alto contaminantes’.

Las empresas que acuden a este mercado compran el derecho a poder emitir CO2 a la atmósfera que, en el caso de la UE, afecta a las centrales térmicas, cogeneración y otras instalaciones de combustión de potencia térmica superior a 20MW, refinerías, coquerías, siderurgia, cementeras, cerámica, vidrio y papeleras. En el caso español afecta a más “de 1.100 instalaciones y a un 45% de las emisiones totales nacionales de todos los gases de efecto invernadero”, según recoge la página web del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico.

Desde el comienzo de la pandemia, el mercado de CO2 no ha hecho más que subir de manera exponencial. En marzo de 2020, el precio de la tonelada de CO2 alcanzaba un máximo de 24,17 euros. Fue el inicio de una escalada brutal en la que, mes a mes, el CO2 batía sus propios registros. A finales de ese mismo año su valor máximo superaba los 32 euros. Ya en 2021, el año de la eclosión del CO2, fue superándose a si mismo con subidas intermensuales del 13%, 14% o 28,15% en el mes de noviembre. Hoy cierra su máximo rozando los 100 euros, a 90,69: una auténtica herida abierta para aquellas empresas que están condenadas a pagar por producir.

Durante este periodo de tiempo, la traslación de este coste al mercado ha sido evidente. Que alguien que contamina tenga que pagar por ello es una buena idea. Sin embargo, nada impide que finalmente se traslade este coste al consumidor que, en el campo de la energía, por desgracia, somos todos. La industria española es consciente de esta situación disparatada en la que ser verde tiñe de rojo nuestras cuentas públicas y privadas. Ascer, la patronal española de fabricantes de azulejos y pavimentos cerámicos, ya manifestó hace un mes que los “precios disparados” del CO2 “comprometen a la industria”. Esta industria, que es especialmente intensiva en el uso de gas, denunció ante el Ministerio que los costes del CO2 “se han incrementado más de un 100% comparados con la media del año anterior”. Y es cierto.

Las empresas incluidas en el Régimen de Comercio de Derechos de Emisión de la UE deben asumir el precio que el mercado considere adecuado para la tasa por contaminación y esto al final repercute sobre el coste de sus productos, al igual que lo hace con la factura de la electricidad de los consumidores domésticos. La traslación de estas externalidades al precio final del producto es evidente. En este caso, además de en los productos industriales, se concentra en la generación de energía y el consumo de electricidad. Es una lógica aplastante que ningún gobierno puede evitar.

Descarbonizar tampoco ayuda

La alternativa a su imposición pasa por la descarbonización. Un esfuerzo que ya están realizando la práctica totalidad de las empresas afectadas, por la cuenta que les trae. Gran parte de los analistas internacionales están señalando que el mercado de CO2 tiene una clara vocación alcista desde su creación. Queda en mano de los Estados determinar la cantidad de derechos de emisión en los mercados y estos se reducen paulatinamente. Al reducirse la oferta y mantenerse la demanda, la lógica apunta a que, sí o sí, los precios irán en aumento a medida que el proceso de cambio de modelo energético y productivo vaya dando frutos. Cuanto más se descarbonice, más caro resultará contaminar. 

Siendo positivo, lo cierto es que se crea un círculo para aquellas empresas que no tienen ninguna alternativa técnica asumible en el corto o medio plazo para cambiar su modelo de producción, basado en tecnologías alto o bajo contaminantes, pero que deben estar sujetas a la imposición que supone la emisión de CO2 a la atmósfera. En este sentido, las reclamaciones del sector se basan en establecer un sistema de compensación que incentive, e incluso remunere, las inversiones realizadas en materia de descarbonización, igualando de alguna manera el coste que afrontan en el mercado.

El segundo problema a corregir es el siempre peligroso cáncer de los sistemas de corrección impositiva privados: la especulación. Al tratarse de un mercado, las posibilidades de acudir a él se abren para agentes externos al sistema energético. Ya se sabe lo que ocurre cuando esto sucede. Cuando un producto energético se convierte en financiero, el peligro de perder el control sobre el mismo se multiplica. Las operaciones de compra-venta en el mercado de futuros son una tónica constante y dan un buen fruto si se planifican correctamente. Haber comprado hace unos meses derechos de emisión y venderlos en el actual momento de máximos, proporciona un rédito difícilmente igualable en otros mercados. La diferencia es que, en este caso, las industrias deben pagar el precio que se imponga en función de su capacidad de producción. Es una losa que los ejecutivos deberían salvar si quieren moderar los precios, no ya de la energía, sino del conjunto de la economía.

Los gobiernos, que aparecen en principio ajenos a esta situación, resultan beneficiados por los precios altos que alcanza el CO2. En puridad no se trata de un impuesto, pero sí de un sistema que reintegra a las arcas de la UE una buena cantidad de dinero procedente del sector privado. La finalidad de su creación era precisamente que los Estados pudieran obtener vías de financiación alternativas para financiar políticas públicas destinadas a la lucha contra el cambio climático.

En la práctica ha sido así, si bien, en algunas ocasiones, se han destinado estos fondos a tratar de reducir el coste de la energía. Han sido ejercicios baldíos ya que por el camino se ha ido perdiendo parte de los recursos que al final apenas alcanzan el 30% de lo recaudado. Una gota en un mar de costes que resulta de todo punto ineficaz para frenar el precio final que el consumidor paga en su factura. Aun siendo desconocido para el gran público, y pese a que el culpable del fenómeno alcista que vive el mercado de la energía pueda ser el gas, el mercado del CO2 es otra de las verdades que esconde la, cada vez más incomprensible, factura de la luz.

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