La ley y la lechuza

  • José Asenjo.

José Asenjo.

Madrid, 17 ene.- Es sabido que si hay un lugar en el que cualquier juez en España desea poner fin a su carrera, ese es el Tribunal Supremo. No solo por el sueldo, claro está -superior, por ejemplo, al del presidente del Gobierno-, sino sobre todo por el prestigio que da jubilarse como magistrado del alto tribunal.

Por eso no deja de ser una ironía el hecho de que, si hay un lugar en el que el juez Baltasar Garzón desearía no haber estado hoy, ese es sin duda el Tribunal Supremo. Precisamente porque se juega el fin de su carrera.

El escenario, además -y esa es otra ironía del destino-, es el mismo que contempló uno de los momentos cumbre de su trayectoria: el juicio a José Barrionuevo y Rafael Vera por el secuestro de Segundo Marey a manos de los GAL, tras las investigaciones llevadas a cabo por él en la Audiencia Nacional, se celebró en la misma sala en la que hoy se ha sentado como acusado.

De eso hace casi catorce años, pero el salón de plenos del Supremo ya lucía entonces la misma solemnidad que hoy, con sus paredes de tapizado rojo y mármol veteado en tonos verdes y el enorme escudo de Mariano Benlliure sobre las cabezas de los siete magistrados del tribunal.

Allí ha entrado Garzón cuando pasaban cuatro minutos de las diez y media de la mañana para enfrentarse a su destino, mientras fuera se iban apagando hasta extinguirse los ecos de los lemas que en la calle coreaban sus partidarios y los aplausos con los que le han despedido cuando ha cruzado el umbral.

Una vez en la sala, el juez ha evitado el banquillo y se ha sentado en el estrado de la defensa junto a su abogado, ataviado con la toga negra de los letrados y las puñetas que -de momento- le distinguen como magistrado.

Pero una vez solventadas las cuestiones previas y suspendida la vista durante tres largas horas para comer, el presidente del tribunal ha ordenado a Garzón despojarse de la toga y situarse en el centro de la sala para prestar declaración.

Solo unos pasos separan un lugar del otro, pero una vez allí, ya sin toga, sentado un poco por debajo de las bancadas que ocupan su defensa, las acusaciones y los magistrados, con el único apoyo de un montón de papeles y de una jarra plateada de la que continuamente se servía agua para mitigar la afonía que padece, se ha hecho por primera vez patente su verdadero papel en el juicio.

Que ya no es el de perseguidor infatigable de la corrupción, vengador de las víctimas de las dictaduras de Chile y Argentina o pionero en la lucha contra el entorno político, mediático y económico de ETA, sino el de alguien acusado de saltarse la ley. Aunque fuera con la intención de hacer justicia.

Consciente de lo que se juega, Garzón ha estado categórico defendiendo su actuación, pero no ha podido evitar los nervios, que se reflejaban en el continuo movimiento de sus piernas y en el tono, a veces elevado, con el que respondía a sus acusadores.

Era entonces cuando la voz rota del juez parecía elevarse sobre la sala y alcanzar los frescos que decoran el techo, donde una mujer, que representa a la Justicia, sostiene dos caballos blancos -la fuerza y la pureza- y se eleva triunfante por encima del delito.

Y también, un poco apartada, se aprecia una lechuza, dicen que símbolo del mal, contemplando la escena que se desarrolla abajo. Mirando a todos, acusado, acusadores y tribunal, sin decidirse todavía por ninguno.

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