Unas papas nada místicas

  • Caius Apicius.

Caius Apicius.

Madrid, 6 nov.- Ávila es una ciudad castellana de claro sabor medieval y renacentista, cercada por una espectacular muralla terminada allá por el siglo XII, zona de clima extremo, donde en invierno hace frío de verdad, y cuya gente combate con platos muy caloríficos, como el más clásico: las llamadas patatas revolconas.

Básicamente, se trata de papas cocidas y reducidas a estado de puré un tanto rústico, aromatizadas con ajo y coloreadas con pimentón, que se sirven con torreznos. Hay variaciones, pero básicamente en esto consisten las patatas revolconas, también llamadas "machaconas" porque se machacan, y "meneás" porque, mientras se machacan, se les da un buen meneo.

Sabemos que la más ilustre hija de Ávila, Santa Teresa de Jesús, llegó a conocer las papas, casi recién llegadas del Nuevo Mundo. En una carta fechada en 1577, la hoy Doctora de la Iglesia agradece un envío hecho desde Sevilla: "Jesús sea con Vuestra Reverencia siempre. La vuestra recibí, y con ella las patatas y el pipote y siete limones. Todo vino muy bueno, más cuesta tanto el traer que no hay para qué me envíe Vuestra Reverencia más cosa ninguna, que es conciencia".

Los torreznos son pedazos de tocino frito o para freír, dice el Diccionario. Tocino: un proscrito en nuestra desarrollada sociedad occidental, por razones que, desde luego, nada tienen que ver con lo gastronómico, porque el tocino es uno de los mejores sabores de los muchos y buenos que proporciona ese animal sostén histórico de la Cristiandad al que llamamos cerdo.

Bueno, si en vez de tocino decimos beicon (la Real Academia, en su afán de escribir las cosas como se pronuncian ha sido capaz de incluir esta voz en el Diccionario, junto con la aguda "bacón", que les confieso no haber oído jamás) la cosa tiene un pase, porque los anglosajones se desayunan con huevos y unas lonchas de "bacon".

Pero por Castilla preferimos los torreznos, y los torreznos se hacen con panceta, es decir, con tocino bien entreverado con magro, y a poder ser procedente de la zona del pecho porcino.

No tienen lances: se corta la panceta en dados gruesos, o en lingotillos, y se fríe. Puede hacerse tal cual, en mucho aceite, al que se añadirá la grasa que suelta ella misma, así que saldrá una cosa bastante grasienta.

Nosotros les quitamos rusticidad: cocemos la panceta brevemente y luego la ponemos, sin nada, en la sartén, para que se vaya haciendo en su propia grasa, que retiramos de vez en cuando para obtener unos torreznos jugosos pero secos, sin excesos de grasa. Y muy ricos de aperitivo, con un vino tinto oscuro y con cuerpo al lado, un vino de la propia Castilla la Vieja.

Pero vamos a nuestras revolconas: pelamos las papas y las cortamos en trozos. A la olla, con agua. Además, la sal necesaria, un chorretón de aceite de oliva, un par de hojas de laurel, una cabeza de ajos al natural (entera y sin pelar; optativa) y una cebolla entera.

Han de cocer algo más que lo habitual, porque vamos a reducirlas a puré. Mientras cuecen, ponemos aceite de oliva en una sartén y doramos unos ajos cortados en láminas. Cuando tomen color los retiramos, apartamos la sartén del fuego y, cuando el aceite esté tibio, añadimos una cucharada de pimentón agridulce, y vertemos el aceite pimentonado sobre las papas.

Machacaremos las papas sin piedad, pero sin buscar un puré de alta cocina, muy fino, sino más rústico, en el que todavía sean apreciables trocitos de papa. Así las cosas, echaremos encima los torreznos recién hechos con un poco de su grasa y, sin más, bien caliente todo, a la mesa. Y que nieve.

Papas revolconas. Bien mirado, no creo que Santa Teresa se tomase este plato muchas veces. Demasiado terrenal, demasiado contundente: no parece receta que fomente el misticismo que alcanzaron la santa abulense y su amigo San Juan de la Cruz, aunque también fuera de Ávila.

Mostrar comentarios