Posdata

La vuelta al cole de Yorscluni

Pedro Sánchez
Pedro Sánchez
Europa Press

En la primera semana de septiembre se esfuman el verano, la playa, los paseos, el monte, las siestas eternas. El calendario es un martirio numérico que avanza cruel. Da lo mismo la tristeza o la felicidad: los días y los meses transcurren, quieras o no, y siempre acaba por llegar septiembre. Cuando las vacaciones eran de tres meses el tiempo era elástico, interminable, pero siempre llegaba el sucesor de agosto. Entonces, te reencontrabas con los compañeros de clase del año anterior: buscabas el rostro infantil de algunos y no había rastro de ellos. Tal vez habían cambiado de colegio o se habían mudado de ciudad por esas cosas del trabajo de los padres.

Por suerte no estaba Jotaele, que era un marrullero al que ya le habían salido pelillos en el bigote y la barbilla. Tiraba a gruesito y ya quedaba con chicas. Pocos entendieron que se viera con Delcy, una venezolana que a la larga supo que solo le iba a traer problemas. Tampoco estaba Pablete, un chaval de pelo largo que en la época suponía todo un desafío. Era el líder de una pandilla que montaba bulla en el aula y en el patio del recreo, tan temido como odiado, envuelto en ese aire de malote que le hacía parecer poderoso. Un lunes decidió presentarse a delegado de curso, no le votó nadie y se deshizo como un azucarillo en café.

Tampoco parecía que estuvieran Sabela -que hablaba por los codos-, o Pedrín -un tipo majete que siempre paseaba por las nubes o más allá-. Sí estaba Miki, un chaval regordete, siempre alegre y que bailaba a las primeras de cambio pero que ahora parecía triste y solitario en un rincón. También se vislumbraba a Yola, que crecía día a día; entró en el cole siendo una renacuaja y ahora era una señora rana. Lo mismo mañana podría convertirse en princesa o en abeja reina. En un pupitre, Marga, que entre risueña y marcial se cuadraba siempre ante la autoridad; Fernandito, estirado, haciendo de poli en ‘el rescate’ siendo juez y parte en el churro-mediamanga-mangaentera. Bertín, pasando desapercibido como un fantasma; Manu, el ‘güelito’, el más mayor de todos, estudioso y con notazas, pero con menos magnetismo que un cacahuete; la Jesu, que se encargaba de comprar los bollicaos a escote y se quedaba unas pesetas por la gestión; Tere, con una puntería endiablada con la que se cargaba las bombillas de la clase y los fluorescentes del gimnasio a balazo de arroz lanzado por el cañón de un bic. 

Tere tiraba la piedra, escondía la mano, ponía el aula en penumbra y todos debíamos pagar el desaguisado: los padres estaban hasta el gorro de la chica de la cerbatana que les costaba un pico al mes. Nadiíta, la chica de las ecuaciones, la maga de las integrales, la gambler de las estadísticas, la primera de la clase tras el Yorscluni del cole. Cuando expulsaron a Carmenchu ella subió en el escalafón.

Yorscluni se llamaba en verdad Pedrillo, tenía buena planta y vestía todo lo elegante que un chico de la EGB se podía permitir. El tipo lucía todos los septiembres un bronceado envidiable que le daban un aire a lo Carigrán pero del foro. A algunos lea recordaba más a Polniúman en el memorable ‘El Golpe’, engañando a los que engañan, el tahúr más tahúr. Siempre estaba contando hazañas de lo que había hecho y de lo que iba a hacer hasta el punto de que los demás parecían una panda de gilipollas a su lado. Tenía muchos cromos y era un crack cambiándolos o jugándoselos en el recreo. También le daba al guá y levantaba las canicas en un pis pas. Era un encantador de serpientes y más liante que un vendedor de mantas zamoranas.

A lo lejos se esbozaba el perfil de Santi, siempre al lio: no tragaba a Yorscluni, a Pablete, a Yola, Nadiíta, Tere… La verdad es que no se llevaba bien salvo con los que se sentaban a la derecha de la clase, en los extremos de los bancos, donde tardaba más en ir el profe a reñir. Santi siempre andaba cerca de Pablo Pepé, a veces, para chafardear, a veces, para incomodar, y, a veces, para compartir apuntes como si una extraña aunque lejana hermandad les uniese en algún punto del camino. Lo contrario pasaba con Inés, a la que hace no tantos cursos todos se arrimaban y que ahora purgaba algún pecado que ella no cometió. Se rumoreaba que se iría del cole pero, de momento, allí estaba, impertérrita, como si no le importase que nadie la quisiese de compañera de pupitre.

Tres meses de vacaciones eran grandes vacaciones. Ahora, son un objeto de deseo y de poco uso: la Covid y los ahorros han levantado muros complejos de franquear. Cuando acababan las vacaciones estrenábamos ropa y si no era posible, rodilleras y coderas de skay de un color de la misma gama que la tela. Hoy los jerséis y las americanas vienen de serie con coderas de lujo cuando hace no tanto eran constatación de estrecheces. Antes hasta se economizaba en reclamos, collejas y capones: uno solo bien ejecutado servía de recuerdo para varios días. Eran algo así como una versión casposa del Perro de Pavlov: cuando en el aire sonaba el manotazo el resto de la clase recordaba su última sentencia y aparcaba la trapacería que estuviese preparando.

Desde que se prohibieron las collejas el rollo de Pavlov se fue al garete. Los Yorscluni de hoy en día pueden estar tranquilos: cagarla se perdona y mover la mierda catapulta a la matrícula de honor. Bienvenidos a clase.

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