OPINION

Un Gobierno lleno de ruido y furia sin significado alguno

Pedro Sánchez y María Jesús Montero / EFE
Pedro Sánchez y María Jesús Montero / EFE

Imaginen. Año 2017 o 2018 a elegir. Rafael Hernando, diputado y portavoz del Grupo Popular en el Congreso de los Diputados, salta a la palestra sin venir a cuento y adelanta una subida del IVA para “determinados productos o servicios como el tabaco y las casas de apuestas”, que tributan al tipo estándar del 21%. Apenas horas después y tras el consiguiente revuelo, el Ministerio de Hacienda de Cristóbal Montoro le desmiente agriamente y recuerda que Bruselas “no permite subir el tipo estándar para determinados servicios”. Por si el reproche no quedara suficientemente claro, el propio ministro jienense interviene un día después en la Cadena Ser -esto ya es más difícil de creer- y zanja: “Se plantea siempre la posibilidad de que sea el IVA al que se repercuta la subida fiscal. No es la opción preferida nunca de un Gobierno progresista”. Con el rabo entre las piernas, Hernando ya ha optado por la socorrida coartada del lapsus y ha aclarado que se refería a los impuestos indirectos especiales.

“Nada que ver aquí, todo resuelto, es un tema cerrado”, podría perfectamente rematar el alcarreño para zanjar un traspiés que sin duda le hubiera hecho víctima de notable vituperio por parte de sus adversarios políticos, de aceradas chanzas mediáticas en programas de humor nocturnos y puede que hasta de peticiones de dimisión. ¡Qué decir de las críticas que hubiera sufrido Montoro, siempre en el foco! Sin embargo, como el desencuentro relatado no ha afectado al avieso y corrupto Partido Popular, sino que en realidad los protagonistas han sido el diputado de Podemos Txema Guijarro y la actual ministra de Hacienda, María Jesús Montero, la cuestión queda en una falta de sintonía sin importancia o en una “pequeña confusión” a la hora de manejar las figuras tributarias. En suma, en un episodio aislado de desconexión dentro de un Gobierno que apenas lleva 50 días en La Moncloa y que no ha tenido ni siquiera los 100 de cortesía para poner en marcha la maquinaria legislativa.

Claro que ese argumento, escuchado con reiteración, topa con una realidad, véase que no es la única contradicción que ha mostrado el Ejecutivo en este corto espacio de tiempo. De hecho, vamos a dos por semana. En este sentido, no es ocioso recordar el frente abierto entre el Ministerio de Igualdad y el de Justicia, entre Irene Montero y Juan Carlos Campo, a resultas de la Ley de Libertad Sexual. Según ha trascendido, mientras que la primera -cuya prioridad era que la norma se presentara antes del 8-M- abogaba por incluir en el texto la modificación de los delitos sexuales, el exmagistrado quería al menos considerar la opción de abordar la cuestión en la revisión del Código Penal, con las nuevas penas para la sedición también en el zurrón. ‘Peccata minuta’ no es. Diez días antes, la cuestión era el campo y los mensajes ‘sotto voce’ de Agricultura en defensa de la autorregulación y de abrir una vía de negociación con las grandes empresas de distribución, frente a las presiones del propio Pablo Iglesias para intervenir el mercado, fijando por ley un precio mínimo para los productos. Una confrontación escenificada a plena luz del día con luz y taquígrafos. Y suma y sigue.

En este punto, no es accesorio recordar que existen poderosos mecanismos para contener las diferencias de criterio dentro de un gabinete. Por ejemplo y en los ministerios económicos, otros gobiernos han llevado muy a gala no anunciar ninguna propuesta que no estuviera estudiada a fondo -sobre todo en los aspectos técnicos- por la ‘Delegada’, una comisión de coordinación que preside la vicepresidenta Calviño, a la que inicialmente se otorgaron poderes sin tino y que, a la vista de los hechos, parece ‘missing in action’. La autoridad de este cónclave, al menos, limita el conflicto a la discusión política de Consejo de Ministros y evita hacer el ridículo al plantear públicamente medidas que la legislación comunitaria radicalmente prohíbe. Además, siempre ha habido figuras -y en este Ejecutivo de coalición parecen más necesarias que nunca- encargadas de gestionar la acción política. Carmen Calvo, como vicepresidenta primera, está al frente de la Comisión de Secretarios de Estado y Subsecretarios, un filtro clave de lo que llega el martes a la reunión de los titulares de cada cartera. Claro que, en este punto, no está siquiera demasiado claro dónde acaban sus funciones y empiezan las del ‘todopoderoso’ Iván Redondo.

Lo peor es que las dinámicas internas del Gobierno no tienen visos de cambiar a corto o medio plazo. Y es que muchas de las ineficiencias detectadas entroncan directamente con el sistema de contrapesos para la formación de su gabinete ideado por Sánchez, que ha alumbrado muchos aciertos -algunos derivados de las pleitesías comunitarias-, pero también apreciables grietas. Sin ir más lejos, no falta quien pondera el nombramiento de un ortodoxo como José Luis Escrivá como ministro de Seguridad Social ante el temor que puede generar al frente de Trabajo un perfil tan escorado como el de Yolanda Díaz. Todo un mensaje a Bruselas que, lamentablemente, descabalgó a Magdalena Valerio pese a su buen desempeño y su larga trayectoria junto a Sánchez. Por otro lado, la designación como vicepresidenta de Teresa Ribera para contrarrestar el papel de Iglesias en la agenda exterior ha ‘liberado’ de responsabilidades al líder morado hasta el punto de proporcionarle tiempo de sobra para filosofar… y convertirse en un factor de desestabilización de proporciones isabelinas. El refranero ayuda a entender a qué se dedica el diablo cuando, en realidad, no tiene nada qué hacer.

Claro que también puede ser que el presidente del Gobierno se encuentre confortable con estos niveles de alteración y este modelo de polémicas de baja intensidad que nacen, acaparan las tertulias y mueren en espacio de tres o cuatro días. Una gestión de la actividad política y la comunicación en ciclos cortos que ayuda a esconder debates de mayor enjundia. Es fácil recordar aquellos versos de Macbeth en los que Shakespeare compara la vida con un cuento “lleno de ruido y furia, sin significado alguno”. Precisamente a partir de esa cita William Faulkner construyó su monumental ‘El Ruido y la Furia’, remedo de la descomposición del Sur en las carnes de una familia que vive su inevitable tragedia en el mítico entorno geográfico de Yoknapatawpha. Si el líder socialista, que seguramente no ha recibido comparación más elogiosa, pretende crear su propio espacio legendario y fabulado apoyado en "el ruido y la furia", no puede ir por mejor camino. Eso sí, el desastre en esa apuesta también llega. Es más, está garantizado. Los Compson lo llevaban en la sangre y lo vivieron en sus carnes. Y Sánchez no está solo.

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