Libertad sin cargas

Sánchez, su caballo de Troya y la crisis institucional

Isabel Díaz Ayuso y Pedro Sánchez se saludan durante su comparecencia conjunta
Isabel Díaz Ayuso y Pedro Sánchez se saludan durante su comparecencia conjunta.
EFE

La pregunta que falta por responder hoy, después de la última semana de sobresaltos que nos ha proporcionado el tándem Sánchez-Iglesias, es si su objetivo final consiste en no dejar en pie ninguno de los poderes y las estructuras del Estado tras cuatro años de mandato. O al menos, parece pertinente reflexionar sobre cuánto costará reconstruirlos a la vista de la debacle institucional que nos golpea. Y es que la crisis provocada por la Covid no solo ha aflorado casi de un día para otro la fragilidad de las cuentas públicas, el colapso de unos servicios públicos que parecían garantizados o el fracaso de las administraciones a la hora de gestionar desde prestaciones económicas a PCR. Lo peor es que también ha evidenciado las carencias de una clase política sin altura de miras, permanentemente ligada al corto plazo y al ciclo electoral, alejada de la grandeza histórica que el envite requiere. En un momento en que, si el país sobrevive otros mil años, esta sería recordada como su “hora más gloriosa”, nuestros gobernantes aparecen siempre enzarzados en batallas de medio pelo, ávidos en ganar la carrera del fin de semana por una cabeza, a años de luz de la problemática de los ciudadanos, que escuchan atónitos los mensajes contradictorios e interesados de quienes les gobiernan.

Para empezar, la dupla monclovita -con la inestimable colaboración del gobierno madrileño de Isabel Díaz Ayuso- no ha tenido recato en escenificar las fallas del poder ejecutivo, incapaz de tomar en tiempo y forma las decisiones en un modelo territorial necesariamente descentralizado. Porque, si el Ejecutivo socialista está convencido -y hay criterios epidemiológicos que le avalan- de que la Comunidad de Madrid no está protegiendo la salud de los madrileños a resultas de la segunda ola del coronavirus, lo último que procede es montar un ‘teatrillo’ en Sol o convocar una rueda de prensa paralela a la de las autoridades regionales para ganar puntos en el debate político. Sencillamente, hay que actuar. ¿Quién es responsable último y sobre qué conciencia deben recaer los contagios y las vidas que se pierdan en las 24, 48 ó 72 horas que pasen hasta que Ayuso y Sánchez lleguen a un acuerdo -que es lo que se intenta a marchas forzadas- o alguno de los dos ceda para tomar de una vez el control de la situación? Con lo que hay en juego, peor sería pensar que todo forma parte de una preparación artillera para consagrar Madrid como el campo de batalla ideológico, político y electoral entre izquierdas y derechas.

Dicho lo cual, por si este frente no fuera suficiente, el Gobierno ha comprometido severamente en estos días al poder judicial y a la propia jefatura del Estado con su decisión de que el rey Felipe VI no acudiera al acto de entrega de despachos a los jueces en Barcelona. Sin entrar en el fondo de la cuestión, resulta difícil de asimilar para una sociedad democrática adulta que el Ejecutivo lance esa recomendación a la Casa Real… y no tenga a bien dar explicación alguna. “Hay decisiones que están muy bien tomadas”, se limitó a decir la vicepresidenta Carmen Calvo, de quien no solo cabría esperar mayor altura dialéctica e intelectual, sino también una mayor consideración para con los españoles, tratados como una suerte de prosélitos dispuestos a cualquier ‘trágala’. En la esencia del problema y si, como se intuye, el Gobierno ha apostado por hacer un guiño a los separatistas catalanes de ERC en plena negociación de los Presupuestos, con el fallo sobre la inhabilitación de Quim Torra a la vuelta de la esquina, el movimiento no puede ser más pusilánime y sugerir más debilidad.

Las encuestas que ya manejan los partidos políticos sobre la decisión de impedir el viaje del Rey a la Ciudad Condal no dejan al Ejecutivo en buen lugar. De hecho, para el 62% de los españoles la medida es desacertada.

Especial mención merece la salida en tromba del ministro Alberto Garzón -respaldado por el vicepresidente Iglesias- para zaherir a la Corona tras su llamada al presidente del CGPJ, Carlos Lesmes. Y no debería llamar tanto la atención su reproche, repetido con los años, sino que en su día prometiera lealtad al Rey al asumir el cargo. También que Sánchez se abrazara en matrimonio a semejante caballo de Troya, abierta y orgullosamente comunista. Un historiador nada sospechoso como Eric Hobsbawn, tras 50 años de militancia en el Partido Comunista, aseguraba en sus memorias (Años interesantes. Una vida en el siglo XX. Crítica, 2003) que “hoy en día el comunismo está muerto” y los Estados construidos sobre su modelo “se han derrumbado completamente, dejando tras de sí un paisaje de ruina económica y moral, de tal manera que ahora resulta evidente que el fracaso formaba parte de esa empresa desde un principio”. ¿Compensa el poder a cualquier precio? Aunque Hobsbawn no renuncia a “la búsqueda del Grial”, en forma de los ideales de libertad y justicia que alentaron su compromiso en el siglo XX, distingue incluso entre quienes lucharon contra el poder y quienes tuvieron el privilegio de ejercerlo, creando sociedades clientelares, en las que “los ciudadanos no llevan las riendas de su propia vida. No eran libres”. Garzón, en la España del siglo XXI, encabeza un ministerio.

Y cuidado, porque las encuestas que ya manejan los partidos políticos sobre la decisión de impedir el viaje del Rey a la Ciudad Condal no dejan al Ejecutivo en buen lugar. Por ejemplo, un sondeo exprés elaborado por Metroscopia revela que para el 62% de los españoles la medida es desacertada. “Una amplia mayoría, cercana al 70%, considera que la verdadera razón está en la posible negociación del Gobierno con partidos independentistas en el marco del trámite de los Presupuestos”, apunta la encuesta. Solo una minoría contempla, además, que la decisión esté relacionada con motivos de seguridad, como ha parecido deslizar Moncloa para desfacer el entuerto. Es especialmente relevante que las sospechas sobre un eventual acercamiento a los republicanos de Esquerra florezcan tanto en los votantes populares (90%) como en los socialistas (62%). “Esta decisión, conocida y rechazada mayoritariamente por los españoles, perfila una posible línea de fractura entre los electorados de los partidos de coalición”, remacha el documento. El intempestivo aunque programado anuncio sobre el estudio de los indultos a los condenados por el ‘procés’ no desmiente precisamente esta tesis.

Bajo esas miserias, parece que lo menos importante es la economía. Y sin embargo, cuando diferentes dirigentes políticos alertan ‘sotto voce’ de que al menos estaremos un año más en esta montaña rusa de oleadas y semiconfinamientos, es pertinente cuestionarse hasta dónde llegan los fondos para sufragar ERTE y prestaciones de toda clase y condición. No es casualidad que, como publicó La Información, Nadia Calviño y el gabinete de la Presidencia se miren de reojo en la pugna por controlar la llegada de los 140.000 millones de inyección europea, el postrero bálsamo de Fierabrás para unos guarismos a la deriva. No en vano, el cierre de 2020 contemplará caídas del PIB a doble dígito, un déficit público que apunta al 130% de las producción nacional y una tasa de paro instalada para una temporada en torno al 20%. Suficiente agujero como para arrimar el hombro y no añadir al desafío una quiebra institucional en toda regla. Paradójicamente, el cóctel de comunismo y separatismo, ya detectado a mediados del siglo pasado por Salvador de Madariaga como el mayor riesgo para un Estado descentralizado, pone a España contra las cuerdas cuando mayor autonomía han alcanzado las regiones y cuando mayor unidad de acción se requiere en plena alerta sanitaria. Una tragedia para los tiempos.

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