Luz de cruce 

Para qué sirven los impuestos

Agencia Tributaria AEAT, sede
Para qué sirven los impuestos. 
Europa Press

Yo tenía veinte años cuando la lucecita del Pardo se apagó. Me enteré del siniestro acaecido durante la madrugada por la radio, poco antes de acercarme a la sede del partido en el que entonces militaba, integrado en la Junta Democrática. Si yo hubiera sido Émile Zola, habría exaltado el apagón biológico y político del 20 de noviembre con una metáfora cronográfica: por fin había llegado la aurora de la libertad a España. ¿Quiénes estaban destinados a expresar la libertad y la voluntad democrática de los ciudadanos? Naturalmente, los partidos políticos, que dos años después –en julio de 1977- ingresaron en las Cortes Generales, en medio del clamor de la calle. Por no hablar de su entrada en el Panteón de los Inmortales merced al precepto más violado de la historia jurídica del país. Sí, ese artículo 6 CE que perfila la naturaleza instrumental de los partidos como medio de garantizar la participación ciudadana en la vida pública y el pluralismo político y que niega que esas organizaciones constituyan un fin en sí mismo. El mismo precepto que exige a los partidos que tengan una estructura interna y un funcionamiento democráticos.

Salvo algunos grupos monárquicos, que nunca rompieron del todo el cordón umbilical que les ataba al franquismo, las derechas políticas anteriores a 1975 jamás sintieron la necesidad de organizarse. Todas las familias políticas de la derecha tenían su asiento, más o menos movedizo, en “el Régimen”. Por eso y ante las elecciones generales del verano de 1977, tuvieron que improvisar más que un actor de teatro cuando el apuntador no comparece por estar en los brazos de una mujer o un hombre hermosa/o. Por su parte, las formaciones de la izquierda (PCE, PSOE, PSP, ERC, una serie de grupos maoístas de fundación reciente…) eran muy frágiles por la represión continua de la dictadura o simplemente por el miedo que la autocracia franquista inyectó durante tantos años a la “mayoría silenciosa”. Los partidos tenían muy pocos afiliados y menos recursos materiales en una época en la que la democracia era un mueble de IKEA que armaban los aficionados a la carpintería que, además, ya enseñaban los colmillos: el día posterior a la desaparición del “Caudillo por la gracia de Dios” ya se atisbaba en un horizonte no muy lejano una competición feroz por el voto popular.

La Democracia sufría el acoso, por un lado, de numerosos militares descontentos y, por otro, del terrorismo de ETA. Para sobrevivir, necesitaba partidos fuertes y centralizados. La clave de bóveda del nuevo edificio constitucional fue el Reglamento del Congreso de los Diputados. El Reglamento fue –y lo sigue siendo en la actualidad con mayor fuerza- el paritorio donde nació el “monstruo”: el Grupo Parlamentario, un órgano colectivo sometido al poder absoluto de su portavoz, un individuo que suele ejercer también el cargo de presidente del Grupo. El portavoz es la correa de transmisión de las órdenes del jefe del partido a los diputados que conforman la mayoría parlamentaria en la que se apoya el poder del jefe. De tal forma que la pirámide del poder tiene su cúspide en la presidencia del Congreso, desciende hasta la Mesa de la Cámara y, finalmente, termina en el Grupo Parlamentario. Un entramado vertical (y funcional) sometido en última instancia a los mandatos del jefe del partido gobernante.

Como el diputado tiene que pedir permiso (por escrito) al portavoz de su Grupo incluso para ir al retrete, es rehén de una organización cuya soberanía pertenece, sin discusión que valga, al jefe del partido. Por eso la llamada “fiesta de la democracia” –la cita electoral- es una ficción y una ilusión colectiva. Es un espejismo brillante la voluntad y la libertad de elegir a nuestros supuestos representantes. A los ciudadanos, simplemente, nos utilizan para legitimar la farsa de todo el poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, sea el pueblo lo que sea.

Lo que en 1977 parecía un baluarte, imprescindible pero provisional, contra los enemigos de la democracia se ha convertido, 45 años después, en su peor asesino. Para este diagnóstico criminológico no parece trivial recordar el proceso degenerativo de la libertad en el interior de las organizaciones políticas y el populismo rampante en los partidos, que les ha llevado a un caudillaje funesto. El Estado de partidos en nuestro país copia el modelo de los sindicatos verticales y demuestra que la lucecita del Pardo (o, al menos, su reflejo incandescente) nunca se fue a negro. Simplemente, sus fusibles cambiaron de palacio.

La revolución norteamericana fue posible por la efectividad del emblema “Not taxation without representatión”. El soberano solo puede exigir el pago de impuestos si los contribuyentes designan con plena libertad a sus representantes legislativos y estos últimos les corresponden (aún sin mandato imperativo). Pero en España no. En España se pagan más impuestos que nunca y la liturgia democrática es una ópera bufa. Entonces, dos preguntas van de suyo: ¿a qué fines atiende la recaudación fiscal en España? ¿Por qué los contribuyentes soportan de manera voluntaria dicha impostura?

¿A qué fines atiende la recaudación fiscal en España?

Transcribo a Don José Ortega (“Mirabeau o el político”, 1927): “No somos salvajes recién llegados de las riberas del Orinoco para formar una sociedad”. España no es una horda de cazadores-recolectores sino una sociedad compleja y civilizada que ha constituido una “superestructura” política, administrativa y cultural gracias a la producción de un gran excedente económico. Sobre la sociedad reina un Estado-Partido que, con sus numerosos y largos tentáculos (el gobierno, la burocracia, las instituciones judiciales, los medios de comunicación…), coloniza la sociedad. Todo está a su servicio. El sistema fiscal funge como un instrumento indispensable para la conservación de las élites cortesanas, y su recaudación se desdobla para satisfacer dos necesidades íntimamente vinculadas para el mantenimiento del statu quo.

Por una parte hay que abastecer al sector primario que soporta y financia la fiesta democrática. Los trabajadores y las clases medias entregan dos euros al Tesoro y este les devuelve solo uno, y sin intereses por el préstamo. Hay que reproducir la fuerza del trabajo que lo sustenta para que el Estado-Partido no colapse. O lo que es lo mismo: el Faraón tiene que garantizar a los plebeyos su alimentación y vivienda, la salud y la educación de sus hijos, así como las prestaciones mínimas que aseguren su supervivencia cuando, por edad o incapacidad, abandonen la vida activa. Y un viajecito que otro de vez en cuando para ligar bronce o ser todo un experto en moluscos asiáticos. Y por encima de todo: el Estado-Partido contrata a policías y jueces para que no nos matemos entre nosotros y se respete la propiedad privada (a medias y con sordina) ya que, sin ella, no será posible recaudar impuestos.

El saldo restante –un solomillo enorme- se destina al ejército de parásitos que designa, por libre elección, el jefe del partido. Se trata de miles de personas que no aportan beneficio alguno al interés general pero que, sin embargo, deben ser debidamente compensadas por su fidelidad legionaria y por no abrir la boca. Como sucede en la Camorra napolitana, dentro de los partidos todos lo saben todo, o casi todo, de los demás miembros de la secta. El sistema fiscal redistribuye los beneficios obtenidos por los malditos que figuran en una nómina y los demás piojos sujetos a retención a cuenta del IRPF. Sin embargo, los beneficiarios principales de la redistribución no son los pobres. Al final de la cadena productiva se encuentran miles de parásitos que, un día tras otro, miden su satisfacción observando la inclinación gradual, hacia el oriente, de la aguja de la báscula que pisan antes del desayuno.

Si los tributos no dan para tanto, no importa. Lo prometido es deuda (y que arree el que venga).

Lo dice mucho mejor que yo Jared Diamond (“Armas, gérmenes y acero”): “Además de mantener a escribas e inventores, la producción de alimentos permitió asimismo que los agricultores mantuvieran a políticos”. Y también: “Una élite política puede hacerse con el control de los alimentos producidos por otros, afirmar el derecho a fijar impuestos, escapar de la necesidad de alimentarse a sí y dedicar íntegramente su tiempo a actividades políticas”.

¿Por qué los contribuyentes aceptan, aunque sea de mala gana, su servidumbre?

El poder es una fuerza coactiva que hasta hace bien poco era legitimada por la religión. Ya no es así en esta época de secularización y decadencia religiosa. Ahora, “el discurso sobre la servidumbre voluntaria” (Étienne de La Boétie) se basa en “el relato”. El discurso sobre la obediencia partidaria pivota sobre las políticas de la identidad. Es un combate simbólico contrario a la justicia y a la igualdad que ha calado en varios sectores de la sociedad, fundamentalmente entre las mujeres. Los políticos seducen a los ciudadanos con ilusiones financieras que, al mismo tiempo que los anestesian, logran hacer realidad sus rapiñas. Por ejemplo, se utiliza la política del cheque (200 euros para la cultura, 300 a los lectores de la Ley de la Memoria Democrática…) para ocultar la inflación –no corregida- que recauda los fondos millonarios que cuesta el archipiélago de los chiringuitos políticos.

O sea, que no existe el progreso, dirán algunos. Pues sí, sí existe el progreso. Desde 1977, los partidos se suceden unos a otros en el timón del Estado sin violencia, sin espadones y sin golpes de Estado. Disfrutamos de un progreso retroactivo. Hemos vuelto al “turnismo “político de la Restauración alfonsina: “de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas y Cristinita…guarda el conejito gentil”. Y vuelta a empezar. No vivimos en un Estado de Derecho sino sometidos a un poder arbitrario.

Termino no antes de darles un consejo que nadie me ha pedido. Aquí va: dado que el poder alivia las tensiones eróticas de los frailes goliardos de la política, cambien de acera cuando se acerquen a usted agitando su hucha del Domund. Los políticos son imprescindibles porque evitan la anarquía, rellenan los vacíos de poder y portan la vara de mando que la mayoría de los consumidores, agotados por la jornada diaria, no queremos blandir. Pero mantengan la distancia de seguridad como lo hicimos cuando nos atacó el virus. Sobre todo, desconfíen de los giros izquierdistas. O “carteristas”, si me permiten plagiar al gran politólogo peruano Alberto Vergara.

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