OPINION

Fausto no, por favor

Pedro Sánchez, en el último mitin de campaña
Pedro Sánchez, en el último mitin de campaña
EFE

Fuera ya de la inmediatez de la euforia, o de la frialdad o de la decepción de los actores políticos, y con la mirada puesta en alto, los resultados electorales del pasado domingo han consolidado un panorama de incertidumbre ante la fragmentación política y la hipotética formación del Gobierno. Quizá esté el país sumido en la tendencia europea hacia la atomización de los resultados electorales, de forma y manera que sólo los pactos harán posible el establecimiento de un ejecutivo relativamente estable y con capacidad, condicionada, para afrontar los retos que vienen. Y no serán pocos, especialmente en la economía.

Finiquitado o aparcado, nunca se sabe, el bipartidismo, la aspiración a gobernar pasa únicamente por el pacto del PSOE con otros partidos, cuyas afinidades no necesariamente encajan como piezas de rompecabezas, sino que se perciben grietas y desajustes en el propósito de cuadrar el tablero. España tiene una larga tradición de pactos, pues ni siquiera la hegemonía de las dos grandes formaciones políticas sirvieron en su día para que mandaran solos cuando les tocó gobernar el país.

Más todavía, tanto PP como PSOE establecieron en el pasado alianzas con los nacionalistas catalanes o vascos sin que esos acuerdos puntuales ni a uno ni a otro partido les invitara a tirar cohetes de satisfacción. Pero ni el socialismo de González encajó nunca con el pujolismo ni a la derecha de Aznar se la puede acusar de veleidades separatistas. Pactos a los que no escaparon ni Rodríguez Zapatero ni Rajoy. En todos los casos convivieron en pro de la gobernabilidad del país, siendo verdad, asimismo, que los nacionalistas obtuvieron réditos por su apoyo. Quizá demasiados.

¿Ocurre hoy lo mismo? Es decir, ¿hay que pactar con el demonio -políticamente hablando-, porque no hay otra y, además, la historia se repite? Evidentemente, la situación es diferente. En imagen y, sobre todo, en hechos. El nacionalismo de entonces poco tiene que ver con los separatistas de hoy, algunos procesados por un supuesto golpe de Estado parlamentario, porque ahora entran en juego cuestiones muy graves que afectan a todos los españoles. No se puede caer en hacer concesiones que oxigenen hasta extremos impensables las ansias rupturistas de una parte de Cataluña.

Es la hora de hacer números, y el aspirante al poder tendrá que sopesar la conveniencia y las consecuencias derivadas de sus pactos. Puede entenderse que el transcurrir de los hechos y sus circunstancias, es decir, los resultados de las urnas, no dan para salir adelante de manera natural, y que es preciso apostar fuerte, al límite, si se quiere conseguir el objetivo legítimo de alcanzar el poder. Pero nunca se debe caer en la sombra de Fausto, capaz de vender su alma al diablo por ostentar el poder, y hay que confiar en que eso no ocurra y que las líneas rojas de la Constitución sigan siendo muy nítidas. No es bueno que Mefistófeles merodee en busca de su presa.

Mostrar comentarios