De bombas de agua a trajes de buzo 

Jerónimo Ayanz, un fantástico inventor de máquinas en la corte del rey Felipe III

Gracias al descubrimiento de un ingeniero comenzaron a publicarse en la prensa artículos sobre Jerónimo Ayanz, así como de su vida y hechos, los cuales era tan sorprendentes como sus invenciones.

Jerónimo de Ayanz
Jerónimo Ayanz, un fantástico inventor de máquinas en la corte del rey Felipe III. 
L.I.

El ingeniero oscense Nicolás García Tapia buscaba datos para escribir un libro sobre las creaciones de los inventores españoles en el Siglo de Oro. En 1987 se acercó al Archivo de Simancas, a poca distancia de Valladolid, y pidió a los archiveros que le recopilaran legajos del siglo XVII. El Archivo de Simancas es el mayor fondo documental sobre la historia de España entre los siglos XV y XVIII. Está emplazado en una antigua fortaleza que el rey Carlos I mandó adaptar para crear un archivo real, y cuyas obras prosiguieron con Felipe II, que las dotó de puertas cortafuegos.

Mientras esperaba en la sala de investigadores, uno de los archiveros le trajo a García Tapia un Libro de Cédulas de la Cámara de Castilla de 1606 con el número de inventario 174 y que constaba de 440 folios forrados en pergamino. El investigador desató los cordones, y se puso a revisar con detenimiento esos legajos. En los folios 49v al 94 se topó con un hallazgo fascinante: era una Cédula Real, firmada por el rey Felipe III y encabezada con el nombre de “Gerónimo Ayanz”. El rey otorgaba al demandante el privilegio de disfrutar del derecho exclusivo de 48 invenciones. Eran lo que hoy llamaríamos patentes. Más allá, García Tapia vio una sucesión de ilustraciones que llamaron su atención. Bombas de agua, molinos, sifones, calderas, piedras cónicas de moler, máquinas de vapor, balanzas de precisión, presas de arco, bóvedas, y hasta algo que parecía un traje de buzo e incluso un sumergible.

Tras descubrir estas invenciones adelantadas, el ingeniero e historiador García Tapia las reunió con otras invenciones españolas en un libro titulado “Patentes de invención españolas en el Siglo de Oro”, editado por la Oficina Española de Patentes y Marcas del Ministerio de Industria en 1990. Para García Tapia, España había dejado en el olvido a Jerónimo Ayanz pues su obra había estado “oculta en unos documentos del Archivo General de Simancas” sin que nadie se hubiera molestado en perpetuar su memoria. Nadie conocía a Ayanz.

Pero gracias a ese descubrimiento comenzaron a publicarse en la prensa artículos sobre Jerónimo Ayanz, así como de su vida y hechos, los cuales era tan sorprendentes como sus invenciones.

Invención Jerónimo Ayanz
Imagen de una invención de Jerónimo de Ayanz. 

L.I.

Jerónimo (o Gerónimo, como se escribía en el siglo de Oro), nació en Guendulain (Navarra) en 1553. Era hijo del capitán Carlos de Ayanz, que intervino en la batalla de San Quintín, y de Catalina de Beaumont y Navarra. De joven, Jerónimo Ayanz sirvió como paje cuatro años en la corte de Felipe II, y luego continuó su formación militar en El Escorial. Participó en las refriegas contra los piratas berberiscos en el Mediterráneo frente a las costas de Túnez al servicio de Juan de Austria, hermanastro del rey, y gran héroe de la batalla de Lepanto. Luego combatió en Flandes en 1576, y más tarde en Portugal. Se asentó temporalmente en Murcia y allí se desposó con Blanca Dávalos, y al morir esta, con su hermana Luisa. El imperio español de los tiempos de Ayanz era el de Felipe II, el más extenso del globo hasta mediados del siglo XVII.

En 1597 fue nombrado administrador general de las minas del reino. Durante dos años de largos viajes, estuvo reconociendo las minas españolas y luego escribió una relación sobre los problemas técnicos de las minas, alguno de los cuales casi le costó la vida. Uno de los más graves era que en de las fundiciones de metal emergían gases tóxicos producto de fabricaciones defectuosas. Una de estas emanaciones provocó la muerte de

su colaborador Florio Soberano, y Ayanz “estuvo cierto tiempo desahuciado por los médicos”, según recoge García Tapia en su libro. Este accidente fue el acicate para estudiar con detenimiento las emanaciones tóxicas y cómo evitarlas con ingenios que permitieran respirar y desaguar las minas.

Ayanz inventó una máquina de vapor consistente en una “bola puesta al fuego” que mediante unos “caños” y “aljibes” permitía eliminar las frecuentes inundaciones en las minas. Para algunos historiadores, Ayanz fue el inventor avanzado de la máquina de vapor pues usaba los mismos principios que siglo y medio después sirvieron a Watt para inventar su propia máquina de vapor que cambiaría el mundo.

Entre 1601 y 1606, Ayanz residió en Valladolid, adonde se había trasladado la corte, y fue donde ideó la mayor parte de sus inventos. Por ejemplo, en 1602 realizó en unos jardines junto al río Pisuerga una demostración pública de sus equipos de buceo. Varios buzos se sumergieron en el agua ante la presencia del rey Felipe III, quien quedó asombrado y preocupado, pues cuando la inmersión duraba ya una hora, el rey ordenó a un buzo que saliese “lo que hizo a pesar de asegurar al rey que se encontraba perfectamente y que hubiera podido seguir sumergido micho más tiempo”, dice García Tapia, basándose en un informe de Ayanz. En la patente presentada en 1606 Ayanz proponía una caja de madera o cobre por donde el hombre pudiera meter holgadamente “la cabeza hasta los hombros”, y que “tenga enfrente una vidriera”.

Invención Jerónimo Ayanz
Una de las invecniones de Jerónimo Ayanz. 

L.I.

En un informe elaborado por el científico Julián Firrufino para el rey Felipe III aludió con palabras de elogio a las invenciones de Ayanz, calificándolas de “mucha utilidad y provecho”. Al parecer, estos trajes de buceo se emplearon en la isla de Margarita, en Venezuela, para extraer perlas del mar. Para Ayanz, la ciencia no era nada sin las pruebas. “Ninguna filosofía hay más cierta que la prueba, porque ella es la que nos satisface y convence a nuestras opiniones”, dejó escrito.

Ayanz también diseñó una campana de bucear que permitía a la gente “entrar y salir” del agua, y un sumergible fabricado con “una caja de hechura de barco” cerrado por todas partes y calafateado, el cual disponía de una “portaneta” (escotilla) por lo alto o por un lado “por donde entre la gente”. Abajo tendría su lastre para que “no le vuelquen las olas ni corrientes”. El submarino emplearía unos fuelles para hacer salir “el vaho de la gente”. También tendría “sus vidrieras” por si acaso “topase con algún pescado”. A los lados llevaría dos remos, pero fijados de forma que “no entre agua”. La nave se mantendría a cierto nivel de profundidad gracias a un par de pellejos llenos de aire.

Sobre el mundo de las patentes, el hecho de que ya existiera una destacada actividad de escribanos, dibujantes e inventores que aspiraban a obtener cédulas reales demuestra que la tecnología y la ciencia estaban despegando en España y en toda Europa. Las primeras patentes de las que se tiene conocimiento se otorgaron por la república de Florencia en 1421. Años después, en 1474, Venecia publicó la primera ley sobre patentes. Según las investigaciones de García Tapia, la primera patente o cédula se concedió en España en 1522 al catalán Guillem Cabier para fabricar un navío que pudiese desplazarse en aguas calmas y sin viento; otra patente se concedió en 1527 para fabricar un horno que simplificaba la fabricación de azúcar. Todo lo cual significa que la España del Siglo de Oro no se limitó a la poesía, el teatro y la novela, sino que hubo una seria protección a los desarrollos tecnológicos.

La solicitud de la patente de Ayanz estaba redactada de una forma sencilla y acompañada de unos dibujos realizados por el propio inventor, según un estudio de la revista “Centum”, de la Universidad de Murcia. Algunos no estaban muy bien acabados, como los hornos o los sumergibles, pero otros como los molinos de viento o las bombas de achique estaban bastante logrados. “Aunque, desgraciadamente, no se conserva ningún cuadro suyo, sí que están los dibujos de sus invenciones, que están hechos con una correcta perspectiva. Se trata de croquis muy rápidos y precisos”, dice la revista, según la cual Ayanz también era pintor.

De hecho, intentó fundar en Valladolid (sede de la corte española), algo que hubiera supuesto un precedente en las reales academias y de museos como El Prado. “Con las colecciones reales intentó crear un museo al que pudiese acceder el pueblo, y que los pintores y los escultores pudiesen copiar aprendiendo de los maestros clásicos de la época. Era una idea muy novedosa que no se llevó a cabo”, dice la revista.

De forma análoga se le ha llamado el Leonardo español porque sus inventos recuerdan mucho a los ingenios de buceo, sumergibles, paracaídas y máquinas diseñadas por Leonardo da Vinci antes de que naciera Ayanz. La única diferencia es que las invenciones italianas venían acompañadas de dibujos realizados por un maestro de la pintura, dibujos con una exactitud perfecta.

También es verdad que antes que Leonardo o Ayanz, otros inventores trataron de diseñar escafandras, equipos de buceo, molinos y sifones. Pero la ventaja de Ayanz es que muchos de sus ideas se probaron, como los equipos de buceo, y que unía una parte teórica a la práctica. Además, por la cantidad de patentes concedidas, Ayanz era como el Edison de su tiempo: una máquina de inventar cosas pues de las 300 patentes que se registraron en dos siglos entre 1478 y la mitad del siglo XVII, cincuenta eran de Ayanz.

Ayanz dio rienda suelta a su creatividad y trató de resolver uno de los grandes enigmas de su tiempo que era calcular longitud para la navegación, una medida necesaria para mejorar la orientación de los barcos. Los barcos se orientaban bien con la latitud fijándose en la Estrella Polar, pero con la longitud, una diferencia pequeña en el cálculo este-oeste podía hacerles creer que estaban lejos de la costa, cuando en realidad estaban encima de las rocas y se estrellaban.

Ayanz creyó haber hallado en noviembre de 1610 un método para corregir la longitud (posición este-oeste) de un barco en alta mar “demostrando la imposibilidad de las agujas de marear fijas, aduciendo razones que se adelantan a la teoría del magnetismo terrestre”, dice la revista “Centum”.

En su tiempo su fama se extendió a muchas otras cualidades. “Jerónimo de Ayanz fue conocido en su tiempo por sus múltiples cargos en la corte, por sus lances en el toreo, por su fuerza –podía romper una lanza, horadar el escudo del contrario, parar un caballo en marcha–, era un héroe militar. Pero casi nadie conocía su faceta de inventor”, afirmaba García Tapia en una entrevista a “El Norte de Castilla”. Lope de Vega le dedicó varios versos en la obra “Lo que pasa en una tarde”. Uno reza así:

Esa es fuerza, señor, de la prudencia.

La fuerza corporal al cuerpo alcanza,

como la que se vio por excelencia

en el gran don Jerónimo de Ayanza.

La muerte le sorprendió en medio de la escritura de un libro científico del cual sólo existe un capítulo que presentó al príncipe Emanuel Filiberto de Saboya. El impreso fue comprado en 2013 por la Biblioteca Nacional. Según una investigación de García Tapia, Carlos Jiménez Muñoz y Andrés Martínez de Azagra (“Asclepio”, revista de ciencia), en ese libro Ayanz “desmonta una serie de tópicos como el movimiento perpetuo, la naturaleza del fuego como elemento, la caída de los graves, la existencia de la esfera de fuego o la compulsión de elementos. Además, lo hace sólidamente, apoyando sus afirmaciones o, más bien, sus negaciones, no solo en observaciones de la naturaleza, sino en experiencias de laboratorio, con instrumentos basados en máquinas que él había inventado y patentado. En este aspecto, los resultados son verdaderamente innovadores”. Los dibujos del propio autor eran de gran calidad.

Jerónimo Ayanz falleció en Madrid en 1613, a la edad de 60 años. Se trasladaron sus restos a Murcia, ciudad de la que había sido regidor. En teoría, su cuerpo reposa en la catedral de Murcia, en la capilla de los Dávalos, la familia de sus dos mujeres, aunque nadie ha encontrado aún una lápida con su nombre. Tuvo cuatro hijos. Todos fallecieron cuando Ayanz se encargaba de mejorar las minas del reino.

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