Franco, el último viaje

Llegada de los restos mortales de Franco, desde el Palacio Real al Valle de los Caidos para ser enterrado. /EFE
Llegada de los restos mortales de Franco, desde el Palacio Real al Valle de los Caidos para ser enterrado. /EFE
Llegada de los restos mortales de Franco, desde el Palacio Real al Valle de los Caidos para ser enterrado. /EFE
Llegada de los restos mortales de Franco, desde el Palacio Real al Valle de los Caidos para ser enterrado. /EFE

Mientras el cuerpo moribundo de Francisco Franco era atendido a principios de noviembre por casi medio centenar de médicos que intentaban robarle a la historia algunos días más de vida, la realidad es que nadie se había atrevido a tomar medidas sobre su entierro. A pesar de la gravedad de las complicaciones de un anciano de 83 años, que apenas pesaba 40 kilos cuando fue ingresado finalmente en La Paz, era enfermo de Parkinson y había sufrido dos infartos en menos de un mes, los preparativos para su funeral y enterramiento se precipitaron. Sencillamente, no había indicaciones más allá de supuestas conversaciones y teóricas voluntades, que no estaban por escrito.

Cuando el consejo de Ministros presidido por Carlos Arias Navarro decidió, ante su inminente e inevitable muerte, ya a principios de noviembre que debía descansar en la Basílica del Valle de los Caídos, orden que firmaría finalmente Juan Carlos I en calidad de nuevo Jefe del Estado con un sucinto, “Yo, el Rey”, estaba todo por hacer. La misma losa de la discordia, que según la sentencia del Tribunal Supremo deberá ser retirada del Valle de los Caídos para exhumar los restos del general, ni siquiera tenía grabado su nombre. Es más, el gobierno no sabía ni dónde estaba. Supusieron que la custodiaba el abad del Valle, Luis María de Lojendio, quien negó la mayor: en todo caso debía estar todavía en poder del cantero que la hizo, quince años antes, junto a la de la tumba de José Antonio Primo de Rivera.

Entretanto, la última voluntad del generalísimo que redactó en vida, lo hizo ya en el hospital y no pasaba de una serie de consideraciones generales sobre el futuro político de España que tenían como objeto afianzar al rey Juan Carlos como jefe del Estado y cuyos máximos destinatarios eran los propios hombres del régimen. Nada sobre el Valle, su losa o el entierro. Después, agonizó en La Paz en medio de un cierto secretismo, al tiempo que el régimen seguía desmoronándose como el propio organismo del general.

Si los médicos se afanaban por arrancar los últimos signos vitales de un cuerpo que ya no daba más de sí, aquejado de infinidad de complicaciones, el régimen que había fundado en el lejanísimo 1936, cuando aún no había ni ganado la Guerra Civil, se venía abajo a pesar de los entusiastas más acérrimos del ‘búnker’. Aun quedarían dos largos e intensos años hasta el famoso ‘Hara-Kiri’ de las cortes franquistas y la aprobación de la Ley de la Reforma Política en 1977, pero lo cierto era que se moría sin remisión junto a su líder.

Los últimos meses de la vida de Franco fueron también una lenta agonía política. El asesinato por parte de ETA del almirante y presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, el 21 de diciembre de 1973, había sido la primera gran ficha del derrumbe final del régimen. Sin Carrero, la conexión de Franco con la realidad del país y el ejercicio de gobierno se debilitó. Así se lo expresó a su ayudante de campo, el almirante Antonio Urcelay, pocas horas después del atentado: “Urcelay, me han cortado el último lazo que me unía al mundo” -Paul Preston, ‘Franco’, Ed. Debate-.

La mayor parte de ministros y allegados encontraban ya por entonces a Franco cada vez más desligado de la política, ocupado casi exclusivamente en su familia, ver la televisión, recibir algunas vistas y jugar a las cartas en el Azor. La enfermedad de Parkinson habría acentuado su declive hasta un punto preocupante. Tras la crisis de gobierno que se sucedió con la muerte de Carrero, la hermana del dictador, Pilar, habló con él sobre las listas de posibles sucesores que se discutían en los círculos políticos: “Cuando él preguntó que nombres contenían, el hijo de Pilar los leyó en voz alta. Su única reacción cuando lo interrogaron al respecto, fue decir: “Alguno me suena”, -Rogelió Baón, ‘La cara humana de un caudillo’, Ed. San Martín-.

Una vez que se asentó la opción de Carlos Arias Navarro como presidente del Gobierno y cuando se disipó el supuesto efecto aperturista del ‘espíritu del 12 de Febrero’, a finales de 1974, el régimen se encerró en sí mismo. Sin una posible reformulación después del fracaso de la ley de asociación política, las posibilidades de pervivencia eran escasas: Arias se chocó de frente con el país y el franquismo fue perdiendo los últimos apoyos que le quedaban. El colofón final de los últimos días del dictador fueron las últimas ejecuciones del 26 de septiembre contra tres miembros del comando del FRAP y dos de ETA político-militar y la ‘marcha verde’ que ordenó el rey Hassan II de Marruecos para ocupar el Sáhara, suficientemente gráficas por sí mismas. La primera, un intento de trasmitir la firmeza de un gobierno que se recibió como todo lo contrario y la segunda una verdadera muestra de la debilidad en la que se encontraba realmente.

Cuando en Gobernación consiguieron localizar al cantero de Alpedrete y con él la losa, que estaba tirada en un viejo taller ya cerrado, hubo que improvisar rápidamente: no se había grabado ningún nombre, puesto que nadie, ni el propio Franco, había manifestado la voluntad de que se hiciera. La limpiaron y en un par de horas un especialista lo grabó en su cara superior según narra Daniel Sueirio en ‘La verdadera historia del Valle de los Caídos’. No fue el último problema. Pesaba tanto -unos 500 kilos-, que se dudaba del tiempo que podía tardar en colocarse, por lo que se ensayó cientos de veces, incluso el mismo día del entierro, hasta que se logró, con expertos canteros, que el proceso se lograra en pocos segundos: no será pues ni la segunda ni la tercera vez que se haya corrido y descorrido del sepulto, aunque previsiblemente, de cumplirse con la sentencia del Tribunal Supremo, será la última, aunque la familia Franco sigue batallando. Se aferran al abad y a las autoridades eclesiásticas para impedirlo, los últimos escollos para que se ejecute la decisión del tribunal y el gobierno.

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