La Transición explicada a un escéptico (aturdido por el ruido ambiente)

    • La Transición no la pensó Franco ni en el curso de una de sus peores pesadillas y tampoco fue una burda operación de maquillaje.
    • La Constitución necesita una reforma, sí, pero no una derogación, una reforma para actualizar algunos de sus preceptos.

Has oído en los últimos meses tantas invectivas contra la Transición que casi te han convencido de que fue un proceso fraudulento. O sin casi. Grupos emergentes que nacieron bajo la etiqueta de “indignados” han puesto en solfa no solo la actual organización de la democracia española sino también su inicio, para concluir que hace falta sustituirla por otro sistema realmente “democrático”. Esto es lo que significaba la intención anunciada por Pablo Iglesias–que luego ha tratado de disimular- de abrir “el candado de 1978”, derribar la Constitución que fue resultado de la Transición a la democracia. Y ahora que se han cumplido cuarenta años de la muerte de Francisco Franco, no ha venido mal a los objetivos de los fustigadores aseverar que a fin de cuentas fue el dictador quien planificó una maniobra.

Pero no, querido amigo, la Transición no la pensó Franco ni en el curso de una de sus peores pesadillas y tampoco fue una burda operación de maquillaje. En el proceso participaron franquistas de procedencia, y esa fue precisamente una causa de su éxito. La Transición consistió en el cambio de un sistema por vía de reforma mediante un pacto de las fuerzas políticas, desde los reformistas del franquismo hasta la oposición de izquierda que estaba en el exterior, pasando por la derecha democrática y la izquierda del interior. Fuera de ese conglomerado político quedaron la extrema derecha, en la que se encontraron los franquistas radicales, una parte de los cuales intentaron el golpe de 1981, que tuvieron cada vez menos presencia en el nuevo sistema, y la extrema izquierda, en la que se movieron grupos terroristas como el FRAP al principio y ETA durante décadas.

Aunque hoy te pueda parecer imposible, sobre todo cuando te aturde el ruido ambiente, la conjunción de personajes del régimen que ellos querían sustituir por una democracia (como Adolfo Suárez, Torcuato Fernández-Miranda, Rodolfo Martín Villa) con opositores al franquismo en el interior (como los liberales, los democristianos y los socialdemócratas) y con protagonistas de la izquierda (como Felipe González, Enrique Tierno Galván y Santiago Carrillo) produjo un resultado que muy pocos se atrevieron a pronosticar: en tiempo récord desapareció el franquismo (el primer paso fue la aprobación de la ley para la Reforma Política dos días antes de que se cumpliera el primer aniversario de la muerte del dictador) y se alumbró una democracia (con la celebración de las primeras elecciones libres unos meses después, junio de 1977, y la aprobación por referéndum de la Constitución de 1a democracia luego, al cabo de año y medio).

Mira, hoy ya está en los libros –y solo falta que algunos los lean para que hablen con un poco de conocimiento- que este tránsito asombró al mundo porque se trató de una insólita reforma pacífica que en la práctica resultó una ruptura. Fue sustancial que se realizara la travesía sin violar las leyes, derogándolas o transformándolas por los procedimientos previstos en las propias leyes, lo que Fernández-Miranda, cerebro jurídico en la sombra, definió como pasar “de la ley a la ley”. Para que valores la importancia y la utilidad de este método, piensa en el despropósito de los independentistas catalanes, que han trazado una operación desquiciada consistente en desobedecer las leyes, lo que les sitúa en las antípodas de la razón y solo les procura rechazo dentro y fuera de España.

En estos días de hace cuarenta años, el Rey Juan Carlos asumía la Jefatura del Estado y se disponía a llevar a término el proceso, esbozado en su discurso de la coronación (que merece la pena releer). Hoy el Rey emérito pasa por horas bajas, pero fue el líder del cambio y España tiene una deuda impagable con él. Diseñó una monarquía parlamentaria, alejada de los propósitos de Franco y en la línea del proyecto que Don Juan, su padre, pretendía. El Rey empezó usando de las facultades plenas de que disponía el dictador y las empleó para, por ejemplo, nombrar a Suárez presidente del Gobierno, pero cedió luego todos sus poderes para erigir una democracia basada en la soberanía popular, que es la clave de la Constitución.

La Constitución necesita una reforma, sí, pero no una derogación, una reforma para actualizar algunos de sus preceptos, como se hace y se ha hecho en la historia con las legislaciones fundamentales más duraderas, una reforma que habrá que acometer cuando exista consenso suficiente para conservar lo esencial de la democracia española. Porque, por mucho que se diga para desprestigiarlo, el sistema español se parangona sin dificultades con el modelo de la democracia occidental, el sistema político más perfecto, o si se quiere menos imperfecto, de los que ha ideado el ser humano. Esto es el fruto de la Transición. Piensa si merece la pena perderlo cuando escuches propuestas de innovación que en realidad, aunque no lo parezcan, entrañan un lamentable retroceso.

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