Opinión

Salario mínimo y contratos públicos

La vicepresidenta Segunda y Ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz
La vicepresidenta Segunda y Ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz
Europa Press

Acabamos de comprobar que, entre otros, uno de los motivos de ruptura del consenso social en la fijación del salario mínimo es la negativa rotunda por considerar dicha subida en el marco de los contratos públicos.

El índice de subida del SMI suma un 18% en los tres últimos años de la vida española. A partir de aquí, hay dos planos perfectamente diferenciados. El primero es, claro está, el de los trabajadores que ciertamente obtienen una mínima compensación en un marco de alta inflación y, por tanto, en una situación de pérdida de capacidad adquisitiva evidente. Los efectos sobre el empleo de esta decisión son, sin duda, uno de los debates más apasionantes de los últimos tiempos.

El segundo es su traducción en la posición de la Administración como empresaria cuando, mediante contratos, decide buscar en el mercado un servicio o un suministro en el mercado. En este caso, cuando el contrato es de proyección plurianual, se entiende que su ejecución es “a riesgo y ventura del contratista” y que, por tanto, existe una presunción de que se conoce la proyección económica de los costes y el empresario los asume con la oferta que presenta. Esta es la ortodoxia en la que se produce la adjudicación y la ejecución de los contratos públicos. La realidad empieza a ser una muy diferente.

Esta situación de imposición de las condiciones, de negociación de las revisiones de precios, de restablecimiento de las condiciones financieras de los contratos y, por tanto, de asunción – frente a beneficios o a pérdidas- de la responsabilidad financiera de los contratos es algo que, aunque justificado en el plano legal, introduce en el ámbito de la provisión de los bienes y servicios a la Administración una problemática que tiene como efecto la reducción de la concurrencia (cada vez le importa a menos empresas la contratación pública que comienza a no ser rentable) y, por ende, de la calidad de los servicios.

Frente a este debate sobre la concurrencia y la calidad, la Administración (y lo acabamos de ver) aduce, como hemos indicado, el principio de riesgo y ventura y, por tanto, imputa los costes del crecimiento de los salarios a la empresa que debió de pensar y de prever que la Administración produciría un incremento salarial (adicional al tema de la inflación y de las materias primas) del 18% en tres años. Podemos discutir cuantos empresarios ordenados y previsores vieron o tuvieron la más mínima intuición sobre una subida de este orden, pero es cierto que si extraemos una secuencia histórica de muchos años llegaremos a la conclusión de que la previsión de un incremento así se acerca a la mera elucubración sin precedentes conocidos.

Sin embargo, las Administraciones insisten en la aplicación unilateral de las previsiones, en acudir al riesgo y ventura y en abocar a los contratistas a difíciles situaciones económicas que, finalmente, redundan en la calidad y la cantidad de los servicios prestados.

El incremento acordado y no trasmitido a la ecuación económica financiera de los contratos sí se traslada a la negociación colectiva y, por tanto, a los costes reales de la actividad que se 'vende' a la Administración. En el caso de los contratos de servicios la situación es ciertamente patológica y, se quiera o no, está afectando a la calidad de los servicios.

La contratación administrativa hecha en estos términos de insensibilidad a la ecuación económica contractual no es una gestión eficiente –como pretende indicarse- sino el traslado de la responsabilidad a terceros en la gestión de los propios servicios. Esta situación no conviene a nadie. Los contratistas se retraen, la concurrencia se empequeñece, la subsistencia del contrato resulta inviable, incluso, más que pagar las consecuencias del abandono del contrato. Y todo porque negar la transferencia de los incrementos de costes a los contratos públicos es una medida unilateral que, realmente, y, en términos vulgares, se convierte en “pan para hoy y hambre para mañana”.

A veces podemos llegar a no tener conciencia clara de qué finalidad cubre necesidades reales y que la pérdida de interés económico del contratista es un tema que no solo afecta a la posición del contratista sino, también, y sobre todo, de la Administración que recibe un servicio que, probablemente, no es el que espera.

La contratación pública tiene que abrir una reflexión interna evidente: los contratistas están para prestar servicios, pero no para financiar un sistema de prestaciones a precios que no son de mercado y que, además, están o se desvían con motivo de decisiones de la propia Administración, como la actualización del SMI. Esto habría que pensarlo porque sostenible no es y la imposición de los criterios unilaterales clásicos no va a soportar el sistema por mucho tiempo.

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