ANÁLISIS

El esperpento de Trump y lo que nos enseña como sociedad

La personalidad de Donald Trump parece escrita por un guionista de Hollywood para crear el antagonistas perfecto. 

Donald Trump, bailando.
Donald Trump, bailando.
Borja Terán

Las elecciones norteamericanas siempre interesan a la audiencia generalista española por aquello de la colonización cultural yanqui, pero este año la cita electoral ha sido directamente un fenómeno mediático en nuestro país. El propio Antonio García Ferreras ha visto vibrar la curva de audiencia de 'Al Rojo Vivo' con la cuenta atrás para descubrir quién se llevaba la victoria. Da igual que estemos inmersos en la segunda ola del Covid. El foco de la atención de la audiencia ha estado estos días en el futuro de la Casa Blanca, mientras nos aprendemos de memoria nombres de estados americanos normalmente de nulo interés en nuestras vidas, de Arizona a Pensilvania.

El ajustado y agónico escrutinio ha ayudado a lograr una emoción casi catártica de los fans de la política y los usuarios de las redes sociales. Pero, sobre todo, esta interminable noche electoral de varios días ha enganchado al público en general porque hay un claro antagonista a derribar, Donald Trump. Y esto define el instante en el que se encuentran la política y los medios en este tiempo que vivimos: el triunfo del esperpento.

Sí, el esperpento de Donald Trump ha propulsado su popularidad de personaje imparable. Sus locuras, más que anular cualquier atisbo de credibilidad, le han otorgado una fama que también se ha traducido en votos. Porque parece que la credibilidad importa menos que el show. Y sus salidas de tono son puro espectáculo. Es una especie de niño mimado gigante que, encima, ha interiorizado que la mentira no tiene ningún coste. O, lo que es peor, que se cree sus propios delirios a golpe de tuit. Así, ha indignado a una parte del mundo y a la otra la ha convencido, quizá porque es tan avariciosa como él. Y la avaricia del individualismo también es una cultura social que se ha premiado en las últimas décadas.

Trump les da miedo a unos, pero resulta magnético para otros, como ese buen telepredicador que acaba hipnotizando a la masa con un uso consciente de la mentira a la caza de aquellos fieles dispuestos a creérsela. Tras cuatro años como presidente, Trump es más superstar que nunca. Aunque pierda, sigue ganando. Porque el mundo disfruta asistiendo a su derrota a cámara lenta. Con sus pataletas incluidas, que alimentan más el morbo por ver próximamente cómo saldrá de la Casa Blanca, cómo se tragará su orgullo y cederá el testigo. O cómo se negará y optará por la revancha en los próximos meses, pidiendo a saber qué.

Esta derrota ya casi segura amplifica aún más su aureola de personaje antagonista porque, ahora, se le ve con un punto mayor de condescendiente empatía. De hecho, así se dibujan los antagonistas en el mundo del guion del taquillazo de ficción: malos con un punto entrañable, con un toque patético. Porque los buenos malos tienen que tener ese punto torpe que les hace queribles a ojos de la audiencia. Hasta se entiende un poco su motivación. Conocemos los motivos por los que están cabreados pero disfrutamos contemplando su caída tras haber sido testigos de su soberbia.

Así ha surgido la tormenta perfecta para la relevancia mediática mundial. Trump, más que presidente, ha sido un villano de cómic al frente de una primera potencia. La manera en la que llegó y la forma en la que gobernó enseña cómo la caricatura puede ser un motor de propulsión de carreras políticas que parecían imposibles. Al fin y al cabo, en tiempos de fama viral, la sociedad promociona más lo que le ofende que lo que le aporta. Y lo vemos, aunque lo odiemos. Así resurgen unos neopopulismos que aprovechan las redes para ganar poder indignando.

Trump lo ha hecho. Su boom, que crece en votos hasta cuando pierde, debe enseñarnos a volver a la autocrítica: la cultura del talento ya hace tiempo que ha dado paso a la glorificación de esos políticos delirantes, que ocupan medios, titulares y redes no por ser buenos políticos ni decir sensateces, sino por todo lo contrario. Dicen burradas, mienten a sabiendas, son personajes imitables por humoristas en sketches... Y lo saben, lo fomentan, lo rentabilizan. Incluso sus rivales políticos creen que también lo rentabilizarán porque capitalizarán el pavor que provocan. 

Las técnicas del show bussiness hace tiempo que engulleron la política de la gestión de lo público, casi sembrando la percepción de que los buenos políticos, los serios y coherentes de verdad, son aburridos y no generan memes. Así que demos bombo, horas de tele y, de paso, votos al carisma esperpéntico, ranking en el que Trump ocupa el primer puesto pero que también tiene ilustres discípulos en nuestro país. A ellos son a los que prestamos más atención. Porque nos creemos informados, pero en realidad elegimos estar simplemente entretenidos.

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