Opinión 

Cómo explicar la subida de la luz y tratar de no morir en el intento

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Cómo explicar la subida de la luz y tratar de no morir en el intento. 
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Nadie, absolutamente nadie puede explicar cómo se fija el precio de la luz sin dejarse pelos en la gatera. Sólo el intento ya hace ganar enemigos o aliados. ¿La razón?: la energía en España es política en estado puro, pero política de la buena, de la que da tiempo y espacio para hablar sobre proyectos de país, realidades ciudadanas o economía social y, por lo tanto, es objeto de debate cada vez que sube y nunca cuando baja.

Este es quizá el único punto pacífico en un mar de tecnicismos, siglas, acrónimos y exégetas del megavatio, aquellos capaces de realizar un ejercicio intelectual supremo en el que perderse en los detalles supone dirigirse directo al fracaso. El problema parte de un fenómeno sociológico que implica imponer un precio a algo que, en el fondo, todos creemos que debería ser gratis. Quizá el sol sea el responsable de ello. Da luz sin coste unas 14 horas al día y no conoce de ininterrumpibilidades, pagos por capacidad, costes extrapeninsulares, grandes consumidores energéticos o primas a las energías renovables.

Sin embargo, todos estos conceptos cargan casi hasta el infinito y más allá la factura de la luz, esto es, el precio que todos pagamos por poder ver por la noche la televisión, calentar un café en el microondas o poner la lavadora de madrugada. Estos añadidos, junto a su coste inherente e impuestos correspondientes, son los culpables de que el precio de la electricidad final española sea de las más caras de Europa.

Si nos atenemos al coste puro de la energía en el mercado, es decir, aquello que negocian las empresas, podremos encontrar tecnologías que ofrecen precios baratos, como la eólica terrestre o la solar y otras que lo hacen a un precio más caro, como los ciclos combinados o el carbón. Cada una tiene sus ventajas e inconvenientes, pero todas tienen en común que producen la ansiada luz. En principio, las renovables son más económicas, tienen unos costes más reducidos y, por lo tanto, acceden en mejores condiciones al mercado. A su vez, éste las premia puesto que tienen preferencia, es decir, prioridad de paso, entran antes que otras tecnologías, bien por ser más baratas, bien por ser, digamos, más políticamente correctas.

Vamos ahora con sus inconvenientes. En primer lugar, destaca la gestionabilidad o, mejor dicho, la falta de ella. Las condiciones meteorológicas o técnicas condicionan su empleabilidad en el sistema, y es que una cosa es la capacidad instalada renovable, que supone más del 50% del total, y otra la que efectivamente podemos utilizar. Tratemos de, nunca mejor dicho, aportar luz a este punto oscuro.

En 2019, las instalaciones de energía renovable ascendían a 54.457 MW (46% eólica, 16% fotovoltaica y el 38% restante repartido entre diferentes tecnologías). En 2007, concretamente el 17 de diciembre, se produjo el pico máximo de potencia instantánea demandada en la historia de España, que llegó a los 45.520 MW. En principio, solo con la energía renovable actual bastaría para cubrir la demanda que, hoy por hoy, pudiésemos pedir al sistema, pero, lamentablemente para nuestros bolsillos, no todas las tecnologías renovables pueden operar al mismo tiempo. Algunas dependen del viento, otras del sol o incluso de la tierra o de otros factores que son implícitos a su actividad.

Es aquí cuando el sistema requiere de más ayuda y, como no hay otra, debemos emplear energía procedente de otras fuentes a las que estamos habituados desde hace ya más de un siglo y que relacionamos con los hidrocarburos o la energía nuclear.

Al entrar en el mercado, lo hacen con un coste mayor, especialmente los derivados de la utilización del gas natural (por temas coyunturales, como por ejemplo su coste en los mercados internacionales), o el carbón, muy contaminante y, por lo tanto, gravado por diversos conceptos de emisión que ya casi lo han convertido en una tecnología residual.

Con suerte el lector no habrá desconectado aún, por lo que habrá que someterle a una prueba de fuego y añadir un nuevo concepto que puede resultarle incomprensible. Le pido paciencia. Se trata de entender el concepto ‘mercado marginalista’, que técnicamente consiste en que a cada productor se le remunerará en función del último de ellos que entre en la fiesta, independientemente del precio ofertado por cada uno. Si el carbón es el último productor en llegar pagaremos todos la energía a precio de carbón y no al de eólica, insisto, sin tener en cuenta el precio al que esta tecnología haya ofertado.

No se preocupe, bueno, sólo un poco. Aunque pueda parecer extraño, este sistema obedece a una lógica y tenga en cuenta que este mismo procedimiento, que ha encarecido puntualmente el precio de la electricidad una semana en concreto, es también el responsable de que en 2020 tuviésemos el precio de la electricidad más bajo de los últimos 10 años. Por poner un ejemplo, en 2018 el precio medio anual del MW en España alcanzó los 64,37€, frente a los 38,71€ con los que cerramos 2020.

Cruzaré los dedos pensando que la explicación al menos haya dado sus frutos y el lector entienda algo de las 800 palabras empleadas hasta el momento, ya que ahora ha llegado la hora de ver las fortalezas y debilidades del sistema.

En primer lugar, nuestro sistema eléctrico ofrece la posibilidad de que concurran todas las tecnologías que puedan ofertar energía en el mercado. En principio es una buena idea. Normalmente, a mayor competencia tecnológica, mayores son las posibilidades de que los precios puedan abaratarse, siempre en beneficio de aquellas tecnologías que sean más eficientes y ofrezcan luz a un menor coste.

Garantizamos así una de las premisas que cualquier país debe darse a sí mismo: la seguridad de suministro energético. Que no se nos olvide que gracias a ello nuestra vida es bastante más cómoda y la economía puede funcionar en el territorio patrio.

Sin embargo, la energía no es un juego de suma cero. Como en todos los negocios, es necesario que oferta y demanda se encuentren en algún momento. Cuando la demanda se puede soportar con las energías más baratas, podemos descorchar las botellas de cava. El sistema le gusta a todo el mundo y nos podemos dar una palmadita en la espalda por lo bien que lo hemos hecho.

Ahora bien, cuando la demanda no puede cubrirse con todas las energías renovables, y hay que seguir calentándonos o cocinando, debemos echar mano de las que son más caras. No entraré en justificaciones sobre sus costes, ya que cada una tiene sus peculiaridades y fiscalidad propia, pero simplemente hay que recordar al lector, y a la vez premiarle por su paciencia, que estamos ante un sistema que funciona y que, si las previsiones meteorológicas se cumplen y la demanda continúa siendo la misma que en los últimos años, el precio de la electricidad volverá a bajar el mismo 30% que ha subido en los últimos días, situándose en torno a los 55 euros para mediados de febrero.

La principal crítica que se suele hacer a este método es que se recompensa con un precio mayor a las compañías con una capacidad de energía más contaminante. Como siempre, hay parte de verdad y de mentira en esta afirmación. En primer lugar, de una retribución mayor se benefician todas las tecnologías entrantes. Si el carbón entra en el sistema y la eólica también, esta recibirá una remuneración mayor, extraordinariamente mayor, ya que sus costes son muy bajos. Los “beneficios caídos del cielo” serán así para todas las energías, y no solo para las más contaminantes. El reflejo de esta realidad en el mercado es que todas las compañías están apostando por las energías renovables y, créanme, no lo hacen únicamente por su amor a la lucha contra el cambio climático.

En segundo lugar, renovables y convencionales son parte de una misma tarta que se llama energía. Una lleva al desarrollo de la otra y si este país, Europa o el mundo entero ha decidido dotarse de un sistema energético bajo contaminante, en el que las renovables sean la espina dorsal de la energía del futuro, hay que asumir que, durante ese periodo llamado transición energética, tendremos que aplicar el principio, que también parece que hemos asumido, de “el que contamina paga”. Quizá lo que no nos gusta es que los ‘paganinis’ seamos nosotros mismos, especialmente cuando más energía requerimos.

Bueno, si ha llegado hasta aquí cuenta con mi mayor admiración y no sería justo que se fuera sin despejar la incógnita de saber si es posible o no bajar el IVA al precio de la electricidad. La respuesta pasa por un sí rotundo siempre que, como establece la Comisión Europea, “no exista un riesgo de distorsión de la competencia”. De hecho, es una medida que debería aplicarse en algunos casos (Portugal lo hace en situaciones de máxima demanda) y que, además, reforzaría la filosofía política que considera la luz como un bien de primera necesidad.

En el fondo, el debate sobre el IVA de la electricidad es más económico que técnico. Quítele usted 10.000 millones, que son los que recauda el Estado gracias a él, al Montoro o Montero de turno, y tendrá un roto considerable en las cuentas públicas que, además, recordemos, son las de todos. Es el problema que generamos cuando un bien de primera necesidad se convierte en un producto presupuestario.

Tras muchos años sufriendo con estos temas energéticos he llegado a una conclusión: ¿se acuerdan de Forrest Gump y la caja de bombones? Pues, más o menos, eso es lo que ocurre con la electricidad en España, que cada bombón energético es una sorpresa, con sus ventajas e inconvenientes, agradando a algunos en ciertos momentos y disgustando a los contrarios en otros.

No puedo dejar de citar a los clásicos energéticos para asegurar que, si ha llegado al final de este artículo y lo ha entendido, es que, lamentablemente, lo he explicado mal. Mucha suerte y recuerde que la energía más barata es la que no se consume.

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