Luz de cruce

El Gobierno bicéfalo

Pablo Iglesias, durante la moción de censura
El Vicepresidente Segundo del Gobierno, Pablo Iglesias.
EFE

No me molestan las ideas (por llamarlas de alguna forma) de Pablo Iglesias Turrión. Me disgusta, sin embargo, su carácter. Pablo Iglesias es un político de taberna, un dirigente infantil, narcisista y desleal. No es el único, desde luego. Dentro y fuera de la política española hay muchos como él. Quizás yo mismo comparta algo del 'ethos' que hace de Iglesias un señor astroso y maleducado. Sin embargo, hay una frontera que separa al caudillo morado del resto de ególatras. Mientras la mayoría solo puede perjudicar a su entorno próximo, Pablo Iglesias influye en el bienestar (o malestar) general de la población en su calidad de vicepresidente segundo del Gobierno y ministro de Asuntos Sociales y Agenda 2030 (¡por Tutatis! ¿vamos a sufrir un decenio más a un faltón que desea pegarse a nuestra piel, como una lapa, por los siglos de los siglos amén?).

Iglesias no entiende –no quiere hacerlo- que la posición de secretario general de un partido (una asociación de naturaleza privada) no coincide con el desempeño de una magistratura pública. Iglesias tampoco entiende –no quiere hacerlo- las obligaciones legales inherentes a la condición de ministro del Gobierno español, aunque sea de coalición. Este Gobierno no tiene 'partes', 'bandos' o 'facciones'. No obstante, Iglesias cree que alrededor de su ombligo gira toda la política española. Esto es lo único que entiende. Pero no es más que otra falacia del aspirante a asaltar los cielos venido a menos que hoy se conforma –y no es poco- con su vocación de termita corrosiva del Estado de derecho. A Iglesias, como a Robert Duvall en la película de F.F. Coppola, le gusta el olor del napalm para desayunar.

Liderar Podemos de día y ser vicepresidente y ministro por la noche es lo que ha llevado al chico del moño japonés a poner todos los palos que guarda en la rueda del Gobierno de Pedro Sánchez, que, no lo olvidemos, es el Gobierno de todos los españoles. La última astracanada del profesor de la Complutense ha sido dar su conformidad al Proyecto de Ley de los PGE de 2021 (sentado en el Consejo de Ministros) y acto seguido presentar una enmienda, como secretario morado, contra el mismo Proyecto. ¡El dios Proteo en la Moncloa!

El constitucionalismo moderno es unánime en consagrar la existencia de un desequilibrio sin fisuras entre la posición de supremacía del presidente del Gobierno y la de los demás miembros del gabinete. Es el rasgo dominante en todas las páginas de la Ley del Gobierno (Ley 50/1997). Ya en su Exposición de Motivos se define al presidente como el "supremo órgano de la dirección de la política interior y exterior del Reino de España". El presidente no es un 'primus inter pares' –"el primero entre iguales"-, como eran los reyes de la Edad Media, maniatados por el poder de los nobles. Del presidente del Ejecutivo depende, en definitiva, la existencia misma del Gobierno. Lo pueden comprobar leyendo el artículo segundo de la Ley.

Además, el cargo de vicepresidente, cuando existe, depende todavía más del poder supremo. El artículo tercero de la Ley del Gobierno dispone que a los vicepresidentes, como Iglesias Turrión, "les corresponde el ejercicio de las funciones que les encomiende el presidente". Me parece dudoso que Pedro Sánchez le haya encargado a don Pablo, en comandita con ERC y EH Bildu, el lanzamiento de un cóctel molotov contra los PGE de 2021. La democracia española actual es como Conchita Bautista en los primeros festivales de Eurovisión: "0 points".

Sabemos que "el principio de dirección presidencial otorga al Jefe del Gobierno la competencia para determinar las directrices políticas que deberá seguir el Gobierno y cada uno de los departamentos". De modo que el titular de Asuntos Sociales y de la Agenda 2030 no puede ir por libre. La dominación presidencial no socava el segundo vector de la acción del Gobierno, inspirada por el llamado principio de colegialidad. Todos los ministros comprometen a sus compañeros del Consejo merced a la aplicación de la doctrina de la responsabilidad solidaria. Aquí no se salva nadie: el presidente también es miembro del Gobierno. Un mal ministro puede transmitir a sus colegas el mal de ojo, la varicela y la desvergüenza. ¿Lo saben Calviño y los demás ministros honrados y competentes?

Sánchez es el Arquímedes de la política española. Su empuje hidrostático –meter en su Gobierno a varios ministros de tercera división que beben su sangre fría y comen de los presupuestos que impugnan- ha significado que el vicepresidente segundo emerja al primer plano y desaloje al presidente oficial a una posición subordinada y auxiliar. El vals de Pedro y Pablo hace buena la advertencia de los curillas preconciliares sobre "los peligros del baile agarrado".

En buena teoría, el poder del presidente es jupiterino: sin necesidad de dar explicaciones, corresponde a su libre albedrío la capacidad de separar del Gobierno a los vicepresidentes y a los ministros (artículo 12 de la Ley). Pero no hay caso. Mientras Sánchez es un hombre insomne (eso dijo), Iglesias duerme como un lirón. El PSOE se ha vestido el maillot morado porque es un enano político. Con 123 diputados en el Congreso, los socialistas no pueden gobernar el país y sorben tacita a tacita el café que les venden sus "amigos políticos". Lo que no les impide sostener la cesta del pan del que comen ellos mismos y los mercenarios que les desbrozan el camino. Un pan carísimo: 23 ministros para un país de 47 millones de habitantes (10 más que los de la R.F de Alemania, con 83 millones de nibelungos). Además, ¿cuánto tiempo gastan los ministros en defenderse de las caricias de sus hermanos de banquillo?

Pedro Sánchez es un adicto compulsivo a la erótica del poder. Debería abandonar el vicio. Por su propia dignidad pública y, sobre todo, por respeto a sus conciudadanos. Porque la progresiva destrucción institucional da vértigo. Y nadie puede bajarse de un tren de alta velocidad que enfila el puente del río Kwai. 

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