OPINION

La realpolitik que viene: libres de pecado… y libres de complejos

Santiago Abascal, Vox
Santiago Abascal, Vox
EFE

La entrada en la escena institucional de Vox por la puerta de Andalucía hace bueno el adagio según el cual nada es verdad ni es mentira, todo depende del color con que se mira. Para unos, los eufóricos, representa el principio de una reconquista ideológica; para otros, los derrotistas, es el final de la estabilidad constitucional y para los más eclécticos no es ni más ni menos que una consecuencia lógica y natural de los tiempos que corren, con una sociedad radicalizada a fuerza de golpes y donde muchos españoles han arrumbado su inocente credulidad para abrazarse al rencor enarbolado como único estandarte de la rabiosa política emergente.

La apelación recurrente a la convivencia como paradigma esencial y existencial del funcionamiento de una democracia se ha convertido a día de hoy en un recurso estéril del más elemental marketing político, una pátina de lucidez que sólo sirve para cubrir el abismo de locura por el que se despeñan las diferentes formaciones parlamentarias cada vez que las circunstancias rascan en la superficialidad de sus idearios políticos. Todos a una van lanzando pedradas en una carrera desenfrenada de poder que sólo es capaz de entender los problemas reales del ciudadano cuando el hechizo de las urnas transforma al sufrido contribuyente en un interesado elector.

Por suerte o por desgracia el año recién estrenado va a ser pródigo en votaciones para todos los gustos y circunscripciones. Europeas, autonómicas y locales del 26 de mayo van a dejar la legislatura claramente vista para sentencia por mucho que Pedro Sánchez insista en mantenerse como un ‘pato cojo’ en su estrafalario cargo presidencial. El líder socialista se maneja a diario como un hombre sin complejos, pero no puede sacudirse de encima ese síndrome de La Moncloa metabolizado en su caso bastante antes incluso de llegar a Palacio y que ha sido determinante para encumbrarse a la Jefatura del Gobierno y actuar como si dispusiera de una mayoría absoluta sin haber ganado siquiera unas elecciones legislativas.

Sánchez no ha reparado en nada ni en nadie a la hora de efectuar su más omnímodo ejercicio de poder, colocando a sus alfiles y peones en los principales puestos ejecutivos de la Administración del Estado y tirando con la pólvora del Rey para congraciarse con esos colectivos sociales masificados que dependen del erario público pero que, a la postre, son los que quitan y ponen gobiernos en nuestro país. Sobrado de esa teórica superioridad moral que le permite volar en Falcon para asistir a un concierto de rock con la misma insolencia que desdeña las siniestras complicidades con los independentistas, incluyendo las fotos de su lugarteniente vasca Idoia Mendía en feliz Nochebuena con Arnaldo Otegi, el presidente ha emprendido una campaña exclusivamente orientada a cosechar el mayor número de estómagos agradecidos antes de llamar a las urnas.

Hartos de la corrección política

La estrategia electoralista más descarada tropieza, sin embargo, con un problema que puede resultar decisivo porque la simplona corrección política de antaño ha empezado a producir una cierta fatiga en buena parte de los ciudadanos, hartos ya de estar hartos de las mismas monsergas por las que ha derivado la ineficiente actuación pública de nuestros gobernantes. El apaciguamiento con los actuales separatismos, la impunidad de las antiguas corruptelas y hasta la ferviente disrupción feminista vienen siendo denostados con mayor o menor énfasis desde unos y otros sectores, extremos en su equidistancia, pero que reclaman su pequeño momento de gloria en la vida política española. Es en este contexto donde adquieren plena carta de naturaleza las opciones de Vox en 2019 de igual manera y legitimidad que lo hicieron las de Podemos en 2014.

Puede que a todos ellos la comparación les resulte odiosa, pero eso no impide su pertinencia a ojos de un electorado que ha asumido una posición acreedora ante los partidos tradicionales o incumbentes de toda la vida. De ahí que tampoco se pueda hacer un gran acopio de votos llenando el zurrón de funcionarios y pensionistas que consideran las subidas retributivas ahora obtenidas como una cuota de sus particulares e irrenunciables derechos adquiridos. La sociedad española o, al menos una parte de la misma, está superando también los viejos complejos y tiende a buscar debajo de las piedras nuevas monedas de cambio en las que se puedan reconocer otros valores con los que sentirse identificado.

No es de extrañar que con ese mismo afán de encuentro al PP no se le caigan los anillos para agarrarse al clavo ardiendo de Vox en un intento por exhibir los genes de la antigua Alianza Popular y ampliar la base histórica de un partido en el que tradicionalmente han convivido diversas sensibilidades dentro de una misma tendencia liberal conservadora. Un mix que llevado a la paranoia podría generar esquizofrenia pero que manejado de manera inteligente sirve para integrar el voto más fiel al que ningún otro grupo político puede aspirar en un momento de evidente fragmentación parlamentaria. Es cierto que la formación de Santiago Abascal no puede dejar de considerarse hoy como un voto útil pero si alguien puede sacar rédito del mismo ese es el Partido Popular.

Para el grupo que lidera Pablo Casado el elector de Vox es perfectamente recuperable porque no está cautivo como sí ocurre en el caso de Ciudadanos. El peligro para el PP solamente puede venir derivado de un sorpasso a manos del partido naranja pero, de momento, dicha contingencia parece todavía lejana de consolidación en las encuestas. Es más, el tiempo empieza a jugar en contra del Cs porque su vocación centrista puede dejar de ser una virtud para convertirse en un defecto a poco que el Gobierno socialista, aunque sólo sea como tributo a sus aliados antisistema, siga radicalizando la vida política y con ello la intención de voto en las elecciones.

Albert Rivera no termina de decantarse entre la carne o el pescado y corre el riesgo de que se le termine pasando el arroz como ya ocurrió con otras alternativas de vuelo rasante y fugaz en Las Cortes. Los movimientos en Europa y también al otro lado del Atlántico evidencian que ha llegado el momento de cambiar el paso y acelerar al máximo el ritmo de compromiso con los votantes sin perder la mínima voluntad negociadora que garantice posiciones de liderazgo para eventuales gobiernos de coalición. Si es verdad que ya nadie apuesta por mayorías absolutas no es menos cierto que los enjuagues con la periferia nacionalista están perdiendo su virtualidad a pasos agigantados. Lo que está en juego ahora es una vuelta a la verdadera realpolitik del consenso, pero para eso hacen falta políticos que además de estar libres de pecado estén también libres de complejos.

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