El método de...

José de la Vega, el español que creó en el Renacimiento el primer manual de bolsa

Era hijo de un prestamista que huyó de España. Conoció las claves del comercio en Amsterdam, hasta que en 1688 escribió 'Confusión de confusiones', un manual básico de lo que ocurría entonces... y ahora.

bolsa Madrid vieja
José de la Vega, el español que creó en el Renacimiento el primer manual de bolsa.
La Bolsa

Jonas Heese, profesor asociado de Administración de Empresas Marvin Bower en la Escuela de Negocios de Harvard, estaba feliz cuando le anunciaron este año 2021 que había recibido el premio De la Vega por su artículo '¿El empleo de reguladores activos en la industria compromete la supervisión?'. Quizá suene algo incomprensible el titular, pero lo importante era el premio. Lo concede todos los años la Federación Europea de Bolsas (Federation of Europan Securities Exchanges) a una “investigación destacada relacionada con los mercados de valores en Europa”. El premio se llama De la Vega en honor a un español: José Penso de la Vega.

Este hombre escribió en el año 1688 el primer manual de bolsa que “a algunos confunde y a otros ilumina”. Fue una guía escrita a medio camino entre la literatura y el libro de autoayuda, y fue tan precursora de la bolsa moderna, que mereció que se instituyera un premio con su nombre. El libro de De la Vega se llamaba 'Confusión de confusiones', y pretendía describir “el negocio de las acciones, su origen, su ethimologia, su realidad, su juego, y su enredo”. Lo llamativo es que contenía todas las estratagemas que hoy son tan populares: desde la venta a corto, hasta la información falsa para calentar valores.

“Puede considerarse el primer tratado sobre la Bolsa y el derecho bursátil”, afirma Javier Alvarado Planas, en un artículo para la Real Academia de la Historia. “En él efectúa una enumeración sociológica de las clases de accionistas (príncipes, mercaderes y jugadores), describe los requisitos para contratar en Bolsa, las clases de acciones (por su titularidad o cuantía), la apertura y finalización de las sesiones, el funcionamiento de los corros, el modo de ejecutar las operaciones bursátiles, los plazos del contrato…”.

¿Quién fue este extraño español que hoy da nombre a un premio tan importante? ¿En qué se basaba su método?

José Penso de la Vega nació en Espejo, en Córdoba en 1650. Regía España Felipe IV, el rey planeta, llamado así por la extensión de sus dominios. José era hijo de un español judío converso llamado Isaac Penso, comerciante y prestamista que estuvo un año en la cárcel pues la Inquisición sospechaba que era un falso converso, un criptojudío. Y tenía razón porque tras salir de su encarcelamiento, Isaac Penso huyó con su familia hacia Lisboa y luego a Amberes (Holanda), donde había más libertad para practicar la fe judía.

Su hijo José fue desde el principio un chico adelantado. En Amberes fue instruido por Isaac Matatías de Aboab y Mosés Raphael de Aguilar, eruditos judíos que enseñaban en español y portugués, y que despertaron en el joven José el gusto por la poesía y las artes literarias.

Con 17 años, José escribió su primera obra: 'Los prisioneros de la esperanza'. La escribió en hebreo. Era una obra moral donde la fuerza de voluntad del protagonista, un rey, se ve desafiada por Satanás y las pasiones más bajas. De la Vega estaba muy influido por los poetas y dramaturgos españoles como Lope de Vega y Calderón.

Firmaba como De la Vega porque la costumbre judía consistía en que el segundogénito adoptaba el apellido de la madre; de ahí José de la Vega”. Según Javier Alvarado Planas, de la Real Academia de Historia, también usó indistintamente sus apellidos paternos; José Penso de la Vega Passariño, José Penso Felix, José Pinto Veiga, José Penso da Vega o José de la Vega Penso Passariño Felix.

Hijo de un prestamista

Pero para ganarse la vida, José se dedicó con su padre Isaac al voluble mundo del comercio en bolsa y otras dichas del dinero. Su padre era prestamista. Amsterdam entonces era la capital de las finanzas del mundo. A su puerto llegaban especias, tejidos y barcos de todo el planeta, cuyas mercancías viajaban por el continente a los restantes países europeos.

Holanda era, junto con Inglaterra y España, el mayor imperio económico de su tiempo. A ello contribuyeron varios factores. La alfabetización de la población, una potente industria agrícola, y unas leyes comerciales que aseguraban la protección a la propiedad privada, así como el firme cumplimiento de los contratos. En Amsterdam se podía comprar y vender con facilidad de todo: desde diamantes hasta tulipanes.

El desarrollo de la potencia marítima holandesa se debió a un bloqueo. En los siglos XIV y XV las antiguas rutas comerciales de la India y el Lejano Oriente a Europa fueron bloqueadas por tierra por los mongoles y los turcos. Para poder seguir comerciando con los codiciados productos de Asia, las naciones europeas tenían que encontrar una salida y esto solo podía hacerse por mar, bordeando África por el cabo de Buena Esperanza. Los ingleses se habían adelantado pues el 31 de diciembre de 1600, la reina Isabel dio el privilegio de explotar esa ruta a la Compañía de las Indias Orientales. La primera flota salió de Inglaterra en 1601. Fue un éxito.

Los holandeses tomaron nota y al año siguiente crearon la Compañía Holandesa de Indias Orientales para suministrar mercancías a la corona y al resto de Europa. Esta compañía tenía el privilegio estatal de comercial con productos de Oriente: desde café de Indonesia, caña de azúcar de Formosa, y vino de Sudáfrica. También comerciaba con sedas de Bengala y especias de la India. Sus poderes iban mucho más allá de lo que hoy sería una multinacional porque podían armar barcos de guerra y declararla, así como fundar colonias, firmar tratados y hasta acuñar moneda

Claro que no eran viajes de placer. Los barcos y sus tripulantes se enfrentaban a amenazas de piratas, enfermedades desconocidas, naufragios y toda clase de desgracias. El factor riesgo encarecía mucho el viaje porque no siempre llegaba la mercancía, y muchas veces la tripulación era diezmada.

Para distribuir el riesgo, la corona holandesa autorizó que la Compañía pudiese emitir acciones (aktien) y repartir sus dividendos entre un grupo de inversores. Si algo salía mal, los inversores lo afrontaban. Pero al ser muchos, dispersaban el riesgo: sufrían solo una pérdida por una fracción del gasto total del viaje.

Muy pronto, esas acciones tuvieron vida propia: se empezaron a comerciar Amsterdam, una bolsa pensada en principio para comerciar con mercancías. Las acciones de la Compañía de Indias empezaron a comprarse y venderse en ese mercado. Si los inversores pensaban que el cargamento de un barco no iba a llegar a puerto, vendían sus acciones. Los que pensaban lo contrario, las compraban. Era una apuesta a ciegas porque entonces no había satélites meteorológicos sino rumores que llegaban de barcos adelantados.

José de la Vega vivió de cerca aquellas fiebres especulativas porque la Compañía de Indias estaba en su apogeo. Después de escribir muchas obras morales de menor interés, en 1688, a los 38 años, José compuso la obra que le hizo famoso: 'Confusión de confusiones'. Influido por el estilo satírico de Erasmo de Rotterdam, quien se burló de su tiempo con la obra “Elogio de la locura”, De la Vega empleó un diálogo entre tres personajes para exponer a la luz el mundo de los especuladores y de la bolsa, y qué era lo correcto e incorrecto. Eran un filósofo, un mercader y un accionista.

Para De la vega, este negocio era “el más real y más falso de Europa, el más noble y el más infame que conoce el mundo, el más fino y el más grosero de la tierra”. El filósofo define a la bolsa como ‘terrible disparate’, mientras que el mercader afirma que la gente que invierte en los mercados “es bastante tonta, totalmente inestable, loca, orgullosa e insensata. Venderán sin saber el motivo y comprarán sin razón. Acertarán y errarán sin mérito o demérito por su parte”

También describe los padecimientos del bolsista de la siguiente manera: “Si el que compra algunas partidas, ve que bajan, rabia de haber comprado, si suben, rabia de que no compró más; si compra, suben, vende, gana, y vuelan aún a más alto precio del que ha vendido, rabia de que vendió por menor precio; y si no compra ni vende, y van subiendo, rabia de que habiendo tenido impulsos de comprar, no llegó a lograr los impulsos”.

Probablemente se fijó en la aberración inversora de los holandeses cuando todo el mundo se puso a comprar bulbos de tulipanes. Esta flor había llegado a principios del siglo XVII del imperio otomano. Los holandeses compraban semillas y las cultivaban. Luego las vendían en función de sus extraños colores (producidos por una enfermedad). La especulación llegó a su punto culminante en 1636 cuando hubo gente que vendía su casa para comprar tulipanes y revenderlos. Pero al año siguiente, la locura estalló y se hundió la especulación en torno a los tulipanes arruinando a miles de familias.

Por cierto, que ya entonces existía la venta a corto, y como describe De la Vega en su libro, Federico de Nassau –príncipe de Orange y regidor por aquel entonces de lo que hoy es Holanda– las prohibió.

“Hizo establecer una pragmática en estas provincias que el que vendiese acciones a tiempo largo, sin ponerlas en cuenta de tiempos al que se las comprase, quedase expuesto (por el delito de vender lo que no tenía) a que no se las recibiese el comprador al plazo destinado; conque arrimándose a este asilo cesaron las borrascas, pararon los asaltos, pasaron las zozobras”, afirma. De hecho, un operador podía suspender la operación especulativa “arrimándose” al llamado “recurso de apelación a Federico”.

De la Vega dedica algunos párrafos a los ‘especulativos’ quienes saben aprovechar las razones “de subir las acciones en las zozobras y de bajar en las bonanzas”. Para algunos historiadores como Peter Burke, el libro ya definía entonces lo que hoy se consideran los ‘bull’ o ‘bear markets’, es decir, al alza o a la baja.

Cosa curiosa: De la vega cuenta que los corredores, los especuladores, y los tahúres se reunían en los “coffy huysen”, llamados así “por venderse cierta bebida a que llaman coffy los holandeses”. Eran cafeterías, o más bien, centros de rumores, y se usaban para sembrar noticias falsas. “Llega una noticia inesperada a la rueda de los accionistas: piensan algunos a primera vista que cada circunstancia que aparece es [como] un león que los atacará y una fiera que los devorará; huyen de las acciones, se desesperan por las ganancias, protestan por el engaño y al fin descubren, con tanta vergüenza como pena, que los dientes eran los de los murmuradores y las uñas las de ambiciosos, con lo que no encuentran pies ni cabeza a lo que imaginaron y se quedan sin pies ni cabeza en lo vendido”.

Cuatro principios básicos

Al final de su libro, De la Vega expone cuatro principios para los que se quieran aventurar en Bolsa.

Primer principio. Nunca aconseje a nadie sobre comprar o vender sus acciones porque donde la perspicacia es débil, el consejo más benevolente puede tener malos resultados.

Segundo principio. Tome cada ganancia sin demostrar remordimiento por las pérdidas (…). Es sabio disfrutar de aquello que es posible, sin esperar la continuidad de circunstancias favorables y la persistencia de la buena suerte.

Tercer principio. Las ganancias son el tesoro de los duendes. En un momento pueden ser gemas, después carbón, luego diamantes, piedras, rocío y, finalmente, lágrimas.

Cuarto principio. Cualquiera que quiera ganar en este juego tiene que tener paciencia y dinero, ya que los valores no son constantes y los rumores están poco basados en la realidad. Aquel que sepa cómo soportar los golpes sin sentirse aterrorizado por la desgracia, se parece al león que responde al trueno con un rugido (…). Es seguro que aquel que no pierda la esperanza va a ganar y va a asegurar el dinero suficiente para las operaciones que previó al principio. Debido a las vicisitudes, muchas personas hacen el ridículo porque algunos especuladores son guiados por sus sueños, otros por profecías, otros por ilusiones, otros por ánimos... Y muchos, por quimeras.

José De la Vega murió muy joven: en 1692, con 42 años. Escribió su más famoso libro en castellano, que fue impreso en Amsterdam. Al principio pasó desapercibido para sus conciudadanos porque no estaba escrito en holandés. De la Vega hablaba portugués, italiano, francés, latín, hebreo y holandés. Pero utilizó la lengua castellana en todos sus escritos (a excepción del su primer libro). Se refería a su lengua de origen como “nuestra lengua” o “nuestra lengua castellana”.

Fue reconocido solo como literato hasta que, a finales del siglo diecinueve, el economista e historiador alemán Richard Ehrenberg se fijó en su obra sobre bolsa. Fue traducido al alemán en 1919, al holandés en 1939 y al inglés en 1957. La nueva versión en español corrió a cargo del banco Urquijo que la imprimió en 1958. En 2016, la Comisión Nacional del Mercado de Valores hizo una edición comentada por expertos e historiadores. Es una de las más completas.

En 2018, la galería Sotheby’s subastó un ejemplar de la primera edición de 1688, que alcanzó el precio de 330.000 euros. Solo sobreviven diez ejemplares de aquella edición. El feliz comprador de esta subasta fue Rare Book Acquisition Fund, de la biblioteca de Jewish Theological Seminary.

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