Fue decano del Colegio de Abogados de Madrid

Hernández-Gil, un abogado "sideral" con alma de músico y esencia de literato

Antonio Hernández-Gil
Antonio Hernández-Gil
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Lo que más impresionaba al conversar con Antonio Hernández-Gil era el tremendo acervo cultural que atesoraba su mente privilegiada. Además de ser conocida su faceta como consumado guitarrista de clásica, podía dar lecciones de literatura universal y era un amante de la pintura y de todo lo que podía suponer elevar la esencia de las cosas a través del arte. Antonio era abogado por vocación y por tradición familiar, pero entendía su oficio como un camino para solucionar los problemas de la gente, convencido de que al final de su vida se cumpliría la máxima de San Francisco de Asis: "Cuando dejemos este mundo, no podremos llevarnos nada que hayamos recibido; solo lo que hayamos dado". Y Antonio era de los que siempre daban lo que tenían sin esperar grandes cosas a cambio, más allá del cariño de los suyos.

Antonio estaba muy preocupado últimamente por los derroteros que está llevando la sociedad, el hartazgo político y los ataques a la convivencia que tanto ha costado conseguir a hombres como él mismo o como su padre, el que fuera presidente de las primeras Cortes Constituyentes en las que aprobó la Constitución, y del Tribunal Supremo, el Consejo de Estado y el CGPJ después. Antonio hijo vivió esos momentos al lado de su progenitor y tenía grabado a juego un concepto de la justicia y el derecho como formas de articular la sociedad hasta sus últimas consecuencias. En su mente, los juristas eran los "cartógrafos" del atlas de un mundo cada vez más difícil.

Al recibir el premio Pelayo hace apenas tres años, el más prestigioso que se concede al oficio de jurista, quiso dejar muy claro que el Derecho es la mejor respuesta para los males que aquejan la sociedad, desde la corrupción hasta la desafección de los ciudadanos con sus representantes políticos o la incapacidad para dar una solución "humana" a la inmigración, a pesar de que haya "más palabras que sabios, más ruido que música, más reivindicaciones locales que valores e integración europea, más ambiciones de poder que ideas". 

Esa vocación de ayuda y defensa de la profesión de abogado es la que le mantuvo vinculado a la Junta de Gobierno del Colegio de Abogados de Madrid casi treinta años -como decano entre 2007 y 2012-, donde tuvo que lidiar con todos los problemas que han servido para modernizar y dar valor a la función social de los abogados, nunca bien ponderada por la opinión pública. Fue polémica su batalla en favor del derecho de defensa cuando un juez había autorizado la intervención de todas las comunicaciones personales de los imputados en prisión preventiva con todos sus abogados, vulnerando su derecho fundamental a un juicio justo. Gracias a su intervención desde el Colegio se logró revertir esa situación, frente a una Fiscalía y un CGPJ que hacían oídos sordos. Como él mismo publicó en un artículo periodístico, antes de las elecciones al Colegio de Madrid de diciembre de 2012, en aquella ocasión se logró que los abogados fueran escuchados, frente a "la búsqueda económica de la eficacia, el deseo de influir rápidamente en la opinión pública, la entronización de una política aritmética y la sustitución de una ética de los medios por una dudosa ética de los fines". 

Antonio no era un hombre que buscara la notoriedad ni los titulares, prefería hacer su trabajo callado, profesional y técnicamente impecable "desde la cocina", desde ese cuarto adyacente a su despacho donde se acumulan archivos con casos que han descrito gran parte de la historia empresarial de este país en cuatro décadas de democracia. Como experto en Civil y Mercantil, es conocida su faceta de abogado de empresa. Los Albertos, las Koplowitz, Repsol, Barclays Bank y, últimamente, El Corte Inglés… un simple vistazo a los cantos de las carpetas que había en esa estantería permite imaginar gran parte de los acontecimientos que han marcado a la élite empresarial de este país.

Pero la discreción era la máxima de este hombre culto y reservado, que prefería estar son su familia, acariciar su guitarra en el ático del edificio que alberga su oficina en la madrileña calle Serrano o dar un paseo por el campo de Cáceres que tanto le gustaba, antes que ser el protagonista de nada. Era parco con la prensa porque no le gustaba lo superfluo, lo poco trascendente, pero se fajaba con quien hiciera falta si de lo que se trataba era de defender una causa justa o la profesión que le vio nacer. Nunca rehuyó un buen debate si el resultado merecía la pena.

Antonio era uno de esos abogados "siderales" -como él mismo bromeó un día- que han forjado la historia democrática de nuestro país y el gran salto de progreso que ha logrado. Una de esas personas de las que se puede aprender mucho en poco tiempo para todos aquellos que alguna vez tuvimos el fugaz privilegio de trabajar a su lado. Descanse en paz... con su guitarra.

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