La disolución de la URSS no acabó con la rivalidad entre Moscú y Washington

  • La disolución de la URSS dejó a Estados Unidos como única superpotencia mundial, pero no acabó con el antagonismo entre Washington y Moscú que, a lo largo de estos veinte años, ha resurgido de múltiples maneras.

Washington, 2 dic.- La disolución de la URSS dejó a Estados Unidos como única superpotencia mundial, pero no acabó con el antagonismo entre Washington y Moscú que, a lo largo de estos veinte años, ha resurgido de múltiples maneras.

Si bien es cierto que Rusia vio mermados su territorio y recursos económicos inmediatamente después del cambio de régimen, y su liderazgo quedó en entredicho, la heredera de la URSS no aceptó en ningún momento un monopolio estadounidense sobre los asuntos mundiales y compitió con él.

Estados Unidos, por su parte, ha procurado promover en estas dos décadas la transformación política y económica de Rusia y su incorporación a las organizaciones multilaterales, mientras observa con aprensión creciente el despuntar de China.

De ello dan fe la incorporación de Rusia a las cumbres del G7, en forma de G8, y la inminente adhesión rusa a la Organización Mundial del Comercio (OMC) tras dieciocho años de negociaciones.

En la reciente cumbre Asia-Pacífico, celebrada en Honolulu, el presidente estadounidense, Barack Obama, aseguró, tras una entrevista cordial con su homólogo ruso, Dmitri Medvédev, que la incorporación de Rusia a la OMC será "buena para Estados Unidos y para el mundo".

Pero Washington no ha dejado de ser un crítico severo de Rusia por su modelo de democracia, que considera autoritario, y por su capitalismo oligárquico, ni ha dejado de vigilar las ambiciones militares de Moscú y las difíciles relaciones que mantiene con algunos de sus vecinos.

Hace apenas un semana los ecos de la Guerra Fría volvían a sonar en las dos capitales a propósito de la eterna cuestión de la seguridad en Europa.

El presidente ruso acusaba a EE.UU. y a sus aliados de la OTAN de actuar de mala fe en relación con el escudo antimisiles que pretenden instalar en Europa oriental, para defender supuestamente al continente de un ataque a cargo de Irán, y advertía de que Rusia apuntaría con sus misiles a Occidente.

A los pocos días, el mandatario ruso inauguraba en el enclave báltico de Kaliningrado, ante los ojos de la UE y de la OTAN, una estación de radares de alerta temprana contra misiles, orientada hacia el oeste.

Previamente, EE.UU. había anunciado que dejaría de proporcionar información a Rusia sobre el número y la posición de sus tropas en Europa, en otra muestra de desconfianza mutua.

Según Washington, la medida es simplemente la respuesta al incumplimiento por parte de Moscú desde 2007 del Tratado FACE que limitó las fuerzas armadas convencionales en Europa, y que fue firmado por el Este y el Oeste un año antes de la disolución de la URSS.

La instalación de un escudo antimisiles es sólo el más reciente episodio en una larga lista de desencuentros entre las dos potencias a propósito de las condiciones de seguridad en Europa.

La guerra de Chechenia; la expansión de la Alianza Atlántica hacia el centro y el este de Europa, hasta englobar antiguas repúblicas soviéticas como Estonia, Letonia y Lituania; la presencia rusa en Moldavia y la guerra de Georgia son otros ejemplos.

La rivalidad también se ha mantenido en relación con otras áreas del mundo.

Aún después de enterrado el comunismo soviético, los dos grandes han seguido discrepando respecto a Corea del Norte, Irán o Siria y al hervidero de Oriente Medio en general.

Pero ningún conflicto tensó más la cuerda entre Estados Unidos y Rusia que la invasión de Irak en 2003.

Aquella iniciativa unilateral del presidente estadounidense George W. Bush convenció a Rusia de que no es la legalidad internacional lo que guía a Washington.

Rusia acusa a Estados Unidos de querer romper en Europa y fuera de ella el "equilibrio estratégico" y de buscar un potencial militar único que le garantice la invulnerabilidad absoluta, es decir, "la absoluta impunidad", en palabras del embajador ruso ante la OTAN, Dmitri Rogozin.

La "liberación" de Europa oriental, el final de la Guerra Fría y el colapso de la Unión Soviética en 1991 fueron festejados en Estados Unidos como un triunfo estratégico propio, bajo la dirección del presidente Ronald Reagan y, en menor medida, de George Bush padre.

Pero, como afirma el historiador George C. Herring en su libro "De colonia a superpotencia", dedicado a la política exterior de EE.UU., "la economía soviética se hundió por su propio peso y no por presiones exteriores".

Todo lo más, añade, es posible que el "poder blando" de América, en forma de cosas tales como la música rock, y el brillo de sus bienes de consumo tuvieran más efecto subversivo que su fuerza militar.

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