En las entrañas de la capital

Cien años y 365 días después: "El Metro fue mi vida... Madrid no existiría sin él"

El abuelo de Javier Otamendi convenció a Alfonso XIII de que había que construir otra ciudad bajo la capital. Tras más de un siglo, recuerda para La Información los primeros pasos de la idea que lo cambió todo.

Javier Otamendi, sobrino nieto del ingeniero fundador de Metro de Madrid
Javier Otamendi, sobrino nieto del ingeniero fundador de Metro de Madrid
José González | La Información

Lo ha visto todo. Las tardes de zarzuela y chotis. Las noches de bombardeos. Los años de cuello vuelto. Los de hombreras y cardados. Pongamos que no hablamos de Madrid, sino de su Metro. No hay uno sin el otro. Las vías circulan por las venas de Javier Otamendi, sobrino nieto del ingeniero fundador del metropolitano. Como un Cristóbal Colón de finales de siglo, su abuelo, el vasco Miguel Otamendi, se personó en los salones de Alfonso XIII, allá por 1917, para convencer (y vender) al monarca que, por debajo de la capital, latía un nuevo mundo. Cien años y 365 días después de la salida del primer vagón, la tercera generación de la familia vasca que forjó el Madrid de hoy, revive los primeros pasos de una ocurrencia que lo cambió todo.

El apoyo (y el patrocinio) del monarca fue crucial para convencer al resto de inversores. "El papel de Alfonso XIII fue tan relevante que aquella primera línea quedó bautizada con su nombre". El proyecto que logró la bendición del Rey lo firmaban Miguel Otamendi y otros dos ingenieros: Antonio González Echarte y Carlos Mendoza. Apenas ocho estaciones formaban ese metropolitano en miniatura que conectaba Cuatro Caminos con Sol. Menos de cuatro kilómetros, frente a los cerca de 300 que abrazan ahora sus raíles. ¿Por qué se optó por ese recorrido? "Ligaba el centro con una de las áreas desde las que se desplazaban más trabajadores por aquel entonces". También era el mismo camino que recorría cada día uno de los ingenieros.  

"El Metro fue nuestra vida". Para los Otamendi, los raíles conforman el árbol genealógico. Del abuelo, visionario, al sobrino, convencido de que cada nueva línea consolidaba la historia de una ciudad con un futuro aún por escribir. Si los ingenieros dieron forma al caparazón, "los trabajadores del metropolitano pusieron el alma". Aún lo hacen. Javier habla a sabiendas, con medio siglo de trabajo en los andenes a sus espaldas. De los talleres donde desmontan los trenes, "pieza por pieza", hasta las oficinas. Se incorporó a la plantilla de Metro nada más terminar la carrera de Derecho.

"Unos cuatro abogados formábamos el Departamento Jurídico de una empresa que aún daba sus primeros coletazos". Javier recuerda una montaña de papeles. "Llegamos a resolver un centenar de procesos laborales cada año". Ahora la especialización manda, pero entonces los juristas como él se enfrentaban a los conflictos más variopintos. "A las oficinas llegaban viajeros que denunciaban que el roto de sus pantalones se lo habían hecho en un vagón", evoca, "Entonces sacábamos la regla. La cantidad que figuraba en el cheque para la sastrería se acordaba en función del tamaño del roto". Los talones se firmaban a mano y en pesetas.

Fantasmas, arrestos y dimisiones

Aunque Javier no llega en metro a la cita con La Información, asegura que sigue recurriendo a sus vagones casi a diario. "Incluso en tiempos de pandemia". Precisamente, el 'bicho' deja a Javier a las puertas del Andén 0 y  priva a nuestro paseo por esa parada fantasma de su compañía. Es Luis María González, actual responsable de los espacios históricos del metropolitano, quién acompaña a este medio por unos pasillos que reviven fantasmas. "Literalmente", garantiza Luis, "La última vez que alquilamos el espacio para un rodaje, los visitantes se marcharon antes de tiempo por la presencia del viajero del andén de enfrente". Entre crónicas y leyendas, el brillo en los ojos del guía confirman que transitar por la estación de Chamberí es pasar las páginas de un libro de historia.

"Las taquilleras tenían que ser mujeres y solteras. Cuando se casaban perdían el empleo y solo podían recuperarlo si moría su marido". La condición quedó grabada a fuego hasta que, aquella España que aprendió a ceder para construir futuro, selló la Carta Magna en 1978. Durante la guerra, el dinero en metálico se distribuía a cuentagotas. Todo aquello susceptible de fundirse tenía sello militar. "Una taquillera pasó un buen tiempo en la cárcel, acusada de guardarse el cambio", cuenta Luis. La mujer alegó que se lo reservaba a un familiar que era camarero. Las taquillas quedan atrás, entre relatos de guerra y anécdotas de un Madrid en constante cambio. 

"El asiento del maquinista era tan duro que lo llamábamos el sillín de la bici" 

Y para cambios el Metro. Orencio Paz, maquinista de la red desde 1982, lo sabe bien. "Es como conducir un coche viejo... y pasar a un Mercedes". "En la cabina íbamos dos conductores. Antes no se nos llamaba maquinistas". "Nos sentábamos en lo que se conocía como el asiendo de la bici". Los diseños ergonómicos no llegaron hasta mucho después. "Los trenes de ahora te dan mucha seguridad. Los tiempos han cambiado". Orencio no recuerda ningún percance en toda su carrera, más allá de alguna que otra avería, "de las que te dejan parado en plena vía cerca de un cuarto de hora". El Metro funciona como un reloj. "Si uno para, paramos todos". El último reto llegó con la pandemia. "Teníamos que seguir funcionando. Los madrileños nos necesitaban para llegar al hospital". 

El virus le ha robado al maquinista más de un compañero. "El miedo sigue ahí".  Los obstáculos forman parte de la historia del suburbano. La concesión que permitió al trío de ingenieros iniciar las obras en 1917, estuvo avalada por el Rey y por el equivalente al Ministerio de Fomento de la época, pero pronto chocó con las reservas de un Ayuntamiento que había quedado al margen del proceso. Acorde al reloj de la Justicia, después de la inauguración del 17 de octubre de 1919, los tribunales resolvieron el recurso y decretaron que la competencia del metropolitano quedaba bajo la batuta del ministerio. 

"El alcalde, el marqués de Villabrágima, llegó a enviar a las fuerzas locales a intervenir el suburbano", comenta Luis. El progreso pudo más que la lucha de poderes y la violencia que desencadenó la orden, -los municipales y la Benemérita acabaron a sablazos-, le costaron al regidor la dimisión. "El Metro ha creado otra ciudad bajo nuestros pies",  valora Javier. ¿Qué dirían sus fundadores si transitasen por sus andenes? "Mi tío  estaría encantado". La sonrisa imborrable de Javier apenas se intuye tras la mascarilla, pero el orgullo se pinta en sus ojos. El mismo que matiza la voz de Orencio al otro lado del teléfono. El que ha llevado a Luis a embarcarse en varios libros sobre los más de cien años del metropolitano. Fin del trayecto. 

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