ANÁLISIS

La sociedad que crece con los valores de Telecinco y los influencers

Kiko Rivera en 'Cantora: la herencia envenenada'
Kiko Rivera en 'Cantora: la herencia envenenada'
Borja Terán

"¡Yo nunca miento, yo digo todo a la cara!", se escucha una y otra vez en Telecinco. Son expresiones que repiten los colaboradores de la cadena. O más bien justificaciones para hacer picadillo al prójimo en riguroso directo, pues así se sienten mejor consigo mismos y evitan cualquier dilema moral. Pero lo trágico es cuando estas argumentaciones las va interiorizando como válidas una parte de la audiencia que no ve estos programas con espíritu crítico o desde la perspectiva del humor. Entonces, estamos ante una audiencia a la que nadie le dice que incluso una mentira piadosa a tiempo puede ser muy útil para salvar a alguien.

Ahí está el problema. La televisión de las últimas décadas ha abusado de frases hechas que, en realidad, están completamente vacías. Y da igual, las siguen repitiendo, como salvoconducto, los que viven del espectáculo del enjuiciamiento de la intimidad del otro. Un buen ejemplo es la retransmisión de la historia interminable de la herencia de Paquirri. Aquí los dilemas se solucionan en los platós, que es mucho más rentable económicamente -y ególatramente- para sus protagonistas.

Mientras tanto, hay varias generaciones que han crecido interiorizado que es entretenimiento el destripar un conflicto en la plaza pública. El cotilleo, el escarnio y hasta la destrucción se ha naturalizado como divertido, como lícito, como show. Se asiste a la extracción de los trapos sucios como una especie de 'arte' en el que las actrices cómicas son las estrellas del periodismo del corazón y sus antagonistas los invitados a acorralar en los programas.

Al mismo tiempo, la popularización de las redes sociales ha creado unos nuevos referentes que influyen haciéndose selfies a su pretendido glamour. Y reciben regalos por ello, que también fotografían y comparten con naturalidad mientras proponen encuestas y lanzan preguntas para que sus seguidores no dejen de interactuar con sus redes. Les da igual la respuesta, sólo quieren eso que llaman 'engagement' para poder seguir comercializando su vida ideal. Aunque, en verdad, no lo sea tanto.

La suma de la televisión que exprime las miserias ajenas con la sobreexposición para conseguir el modelo de éxito que se ha planteado desde las redes sociales ha creado la tormenta perfecta: todos sentimos que podemos aspirar a exponer nuestra vida como atajo para un extraño sentimiento de triunfo. Es más, hasta podemos intentar solucionar nuestros conflictos a través de nuestros perfiles. Es lo que hemos visto en Telecinco, es lo que vemos en Twitter, es lo que estamos asumiendo.

En Twitter e Instagram no hay caché, pero sí el regustillo del reconocimiento de sentirse validado. También con ayuda de esa tele que nos ha impregnado la idea de que a todo se le puede sacar rentabilidad. Incluso a lo terrible.

Encontrar esa 'validación' es una de las claves de este tiempo actual de la virtualidad hecha realidad. Que no te encuentras bien contigo mismo, subes una foto a las redes sociales para ver si te dicen guapo; que quieres contrastar que llevas razón con alguna disputa, haces un hilo para que la sociedad te de el cariño que mereces. La búsqueda del like para sentirte reconfortado es lo que nos ha enseñado una cultura del consumo de la intimidad influida por los telejusticieros del reality show y los artistas del postureo de la neoperfección. Lo que se traduce en una amplificación de estigmas: morales y físicos. Los primeros porque dicen cómo hay que ser, los segundos porque simulan -a golpe de filtro de Instagram- una idealidad que en la realidad no existe. Lo que propicia complejos, la frustración de no ser como esas vidas de plástico y, además, provocando sobreexposiciones inútiles a la caza de ese protagonismo que ha interorizado que todo es valido como encuesta de Instagram. Pero no todo es una encuesta de Instagram. Ni todo debe ser una encuesta de Instagram. Quizá nos está faltando aprender a diferenciar: distinguir la responsabilidad de la pataleta, distinguir la justicia del ego, distinguir el morbo del entretenimiento, distinguir lo importante de lo superfluo. Porque se ha comunicado lo superfluo como relevante e incluso histórico. 

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