Opinión

La regulación por y para el ‘lobby’ sale del Congreso con destino incierto

Miembros del Congreso sentados en el hemiciclo durante una sesión plenaria celebrada en el Congreso de los Diputados, en Madrid, (España), a 4 de febrero de 2021. Este pleno estará marcado, entre otras cuestiones, por la convalidación o derogación de Reales Decretos-leyes, en concreto, el de protección de los consumidores y usuarios frente a situaciones de vulnerabilidad social y económica. Asimismo, se tratará la propuesta de reforma de la Ley Orgánica de Estatuto de Autonomía para Cantabria, para la eliminación del aforamiento de los Diputados y Diputadas del Parlamento y del Presidente y Consejeros del Gobierno.
04 FEBRERO 2021;SESION PLENARIA;REAL DECRETO LEY;CONGRESO
E. Parra. POOL / Europa Press
4/2/2021
El Congreso aprobó este pasado 23 de febrero una proposición no de ley sobre los 'lobbies'.
Europa Press

Hay temas de esos que aparecen en la escena política de manera recurrente según van sucediéndose las legislaturas. La regulación del ‘lobby’, o de los grupos de interés, es uno de ellos. Sin miedo a equivocarse, se puede decir que esta es una de las asignaturas pendientes de la democracia, puesto que, además de acumular más de una decena de intentos infructuosos de regulación, encuentra sus orígenes en el mismo proceso constituyente. El ‘lobby’, la representación de intereses o los asuntos públicos, es un campo con un gran componente económico, pero también, y esto es lo más importante, con un alto valor político y democrático.

El Constituyente del 78 optó por omitir de la regulación constitucional al ‘lobby’. Pese a contar con propuestas para incluirlo en nuestra ley suprema a través de un registro y un sistema de control de sus actividades, prefirió asimilar su normalización al artículo 77.1, aquel que contempla el derecho de petición ante las Cámaras. Una norma que, de manera paradójica, habilita a las Cortes Generales para recibir peticiones individuales y colectivas, siempre que sean escritas, de lo que se infiere, sensu contrario, la exclusión de las presentadas por cualquier otro medio. Pero esto, sintiéndolo mucho, no es ‘lobby’.

De manera inconsciente, el Constituyente estaba creando una discriminación de facto, puesto que excluía del amparo constitucional a otros grupos de interés distintos de los agentes sociales: sindicatos y asociaciones empresariales. Estas sí gozan del reconocimiento constitucional establecido en el artículo 7 de la Constitución. El resto de agrupaciones o entidades, independientemente de su ánimo o no de lucro, carecen de esa legitimación supra legal para contribuir "a la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios".

Esta ausencia constitucional ha provocado que, desde los años 90 del siglo pasado, se hayan sucedido sin ningún éxito los intentos de dotar de verdadera fuerza legal a una actividad que entrelaza al legislador con el legislado. Como reflejan los profesores de la Universidad Pontificia Comillas, María Isabel Álvarez y Federico de Montalvo, en un excelente trabajo sobre los lobbies en el marco de la Unión Europea, el hueco legal español ha sido cubierto gracias, entre otras, a la STS 351/2012 de 11 de junio. El Supremo recordaba, de nuevo sensu contrario, que la presencia del ‘lobby’ no estaba regulada en el Derecho español, como sí ocurría en el ordenamiento comunitario, que sólo reconoce reprobabilidad "cuando (los lobistas) no sólo influyen, sino que controlan y vician el proceso de decisión".

Quizá sin saberlo, el Supremo establecía en 2012 una definición ad contrarium de la actividad del ‘lobby’ en España. Se abrazaba así la literalidad de la jurisprudencia europea recogida en la Sentencia del Tribunal General de la UE de 12 de mayo de 2010 y permitiendo la representación de intereses siempre que no ‘contaminen’ o controlen de manera torticera el proceso legislativo que lleva a la adopción de una norma.

Además de aportar algo de luz al complejo mundo del ‘lobby’, el Alto Tribunal da una bellísima definición al arte de influir, quizá el territorio natural del lobista. Un campo que no puede "ser equiparado a una alteración del proceso de resolución y sí a la utilización de procedimientos capaces de conseguir que otro realice la voluntad de quien influye". Es precisamente este matiz el que distingue a la influencia del prevalimiento, ya que este último "debe ser realizado por quien ostenta una determinada situación de ascendencia y que el influjo tenga entidad suficiente para asegurar su eficiencia por la situación prevalente que ocupa quien influye". En Román paladín: la influencia reside en el arte de convencer y el prevalimiento únicamente en la posición de superioridad del que trata hacerlo.

El Código Penal supone lo que algunos autores denominan una "Constitución en negativo", ya que recoge aquello que no está permitido y además penado. Aun siendo de agradecer, la actividad del lobista no puede estar regida únicamente por la observancia del Código Penal, ya que esto es común a todas las profesiones y al conjunto de la ciudadanía. Por lo contrario, su ejercicio está lleno de matices y disciplinas como la Comunicación, el Derecho, la Ciencia Política y, por supuesto, las habilidades necesarias para traducir el lenguaje empresarial al socio-político y, de esta manera, hacer ver al legislador las consecuencias positivas o negativas que una determinada norma puede provocar en un área o empresa determinada.

"Con las leyes pasa como con las salchichas: es mejor no ver cómo se hacen"

Las salchichas con las que Bismarck comparaba el proceso de elaboración de las leyes necesitan de una digestión tranquila. En ella es conveniente contar al menos con un nutricionista capaz de advertir de los riesgos y las ‘ventanas de oportunidad’ que ofrece uno u otro alimento. Por desgracia, aun en 2021, es ineludible recordar la existencia de esta laguna legal y la importancia de su resolución.

Una vez más, la historia tiende a repetirse, así que, cumpliendo la tradición parlamentaria, la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados aprobó, con el voto favorable de todos los grupos menos la abstención de Vox, una Proposición No de Ley, sobre la regulación de los ‘lobbies’ y lo hizo el pasado 23F. Todo un golpe que, en este caso y de momento, ha sido sólo de efecto.

Se trata de una iniciativa que reconoce, por un lado, las imprescindibles "pautas claras" que un grupo de interés debe conocer y emplear cuando se dirige e interactúa con el Poder Ejecutivo. También lo debería ser para el resto de Poderes Públicos puesto que, además de conocer de primera mano la preocupación social y económica, fomentarían la democracia participativa, un paso más en el perfeccionamiento continuo que una democracia debe exigirse a sí misma para no incurrir en anormalidades políticas.

Pese al llamamiento al Gobierno a abordar la regulación de los lobbies "para hacer transparente su incidencia pública", la PNL marca los deberes al Ejecutivo para que defina qué se considera grupo de interés y actividad de influencia, el código de conducta por el que deben regirse los lobistas, un sistema de control y fiscalización, la publicidad de los contactos mantenidos con grupos de interés durante la elaboración normativa y su participación en la elaboración de las normas y, de nuevo, la regulación en negativo, es decir, un régimen sancionador contra lobistas y cargos públicos que incumplan la ley.

En realidad, estos son los elementos más controvertidos que la regulación requiere. No por complicados o incluso incómodos deben ser obviados, puesto que volver la espalda a un problema no suele ser una buena opción: ni en política, ni en la empresa. De otra manera al ‘lobby’ le esperarán más años de orfandad jurídica.

Muchos profesionales prefieren e incluso encuentran cierta fruición en esa sensación de vacío legal, pero la representación de intereses ante el legislador necesita de un reconocimiento y un espejo distinto del que ofrece el Código Penal. Y es que el ‘lobby’, pese a que pueda parecer lo contrario, no es ni fue tan fiero como lo pintan.

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