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Cada vez que Díaz y Garzón hablan de alimentos... sube el pan

El director ejecutivo de Carrefour, Alexandre de Palmas; el ministro de Consumo, Alberto Garzón; y la vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz,
Cada vez que Díaz y Garzón hablan de alimentos... sube el pan.
Carlos Lujan

La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, nos demuestra cada día que el viejo axioma de que hay tiempo para todo si te organizas bien funciona en la política. Es capaz de llevar el Ministerio del empleo y el paro con un SEPE que no funciona, sacar adelante su propio proyecto Sumar de gira por España para intentar ser presidenta en diciembre de 2023 (largo me lo fías) y, de vez en cuando, meterse de lleno en la gestión del Ministerio de Agricultura y en la de su colega de partido, Alberto Garzón, convidado de piedra a la polémica del precio de los alimentos básicos. Era patético ver la cara de Garzón en la rueda de prensa en la que su líder, Díaz, invadió su cuartel general de Consumo e intentó justificar lo injustificable en una economía de mercado: que se pueden intervenir los precios de los alimentos a su antojo de mala manera y, para más inri, de la mano de las ofertas comerciales de los distribuidores (aunque sea solo de uno de ellos, que flaco favor ha hecho a los demás). Todavía no estamos tan mal como cuando Franco lo hizo en el año 39, al inicio de la postguerra y el hambre, ni tenemos una economía centralizada al estilo soviético y/o cubano, como para llegar a esos extremos.

Ese error garrafal de cálculo de una ministra demasiado ocupada con su campaña personal y cegada por ser siempre más de izquierdas que Sánchez, ha puesto en evidencia lo fácil que es jugar con los precios de los alimentos cuando no se sabe bien cómo funciona su formación ni su mercado. El ministro Planas ha estado bien como guardián de los productores, sobre cuyas espaldas no pueden caer las ocurrencias de la ministra de Trabajo y su carrera electoral, faltaría más. Pero eso no obsta para que sea una agresión más a un sector agrario que las está pasando canutas a pesar de que ahora es el momento dulce de vender la cosecha de cereal recién recogida. Tal vez le hubiera ido mejor a la ministra del empleo preocuparse por cómo se puede conservar el poco trabajo profesional que queda en el campo con acciones de desarrollo rural, más que ir al populismo fácil de meterse con los supermercados.

Cualquiera sabe en el sector que el margen de un súper o un híper, aunque parezca lo contrario, es uno de los más reducidos de toda la cadena de valor de los alimentos, no supera el 2% en la mayor parte de los casos, y las subidas de precios no son precisamente la mejor forma de ganar dinero de ese tipo de negocio, que juega con el volumen y las economías de escala, porque suelen venir acompañadas de menos margen de beneficio y más costes. Evidentemente, en la otra punta del camino, la del productor, tampoco está el beneficio injusto, al contrario, la elevación de costes que están sufriendo en fertilizantes, combustible, rentas y, ahora, tipos de interés, es una asfixia difícil de sacar adelante. 

La nueva Ley de la Cadena Alimentaria es un avance reconocido por todas las partes para evitar la venta a pérdidas y otros abusos en la compra a los productores, pero es necesario poner vigilancia sobre todos los sectores para evitar el oportunismo de los intermediarios en algunos productos concretos, la manipulación en las compras a gran escala o el acaparamiento de productos para manejar el flujo de las lonjas, cuestiones que marcan mucho más que el margen del súper el precio final al que llegan los alimentos a sus lineales. Entre el surco del agricultor y la estantería del súper esta la industria agroalimentaria, que ha avanzado y se ha organizado mucho en los últimos años con cooperativas y concentraciones empresariales sanas muy rentables  -han atraído incluso a fondos de inversión extranjeros- pero que necesita algunos ajustes para que no se castigue a quien no lo merece, ni al agricultor o ganadero, ni al consumidor. Pero de esto Díaz no se ha dado cuenta con su iniciativa ciega e improvisada.

Justo ahora, el campo español y el mundo rural afrontan una nueva ocasión para dar un paso importante en su modernización y en atajar de alguna manera el proceso de despoblación que le desmoraliza cada día más, allá donde aún no sea algo definitivo. Hay 1.800 millones de la Unión Europea para el PERTE agroalimentario que deben ser repartidos de forma inteligente y eficaz para que nadie que pueda aprovecharlos se quede sin opciones de llegar a ellos, un proceso que es especialmente complicado para los pequeños agricultores profesionales, demasiado ocupados en sobrevivir cada año pendientes de que llueva, como para esperar ahora que la otra lluvia de millones de Bruselas les llegue de manera fácil y sencilla. Como todos los PERTE, este también esta sirviendo primero para que los políticos se llenen el pecho de medallas en año electoral, de forma que le proceso concreto de las convocatorias de ayudas para inversiones concretas que va a llegar después de la mala cosecha de este año será clave.

Si algo saben en el campo es que nadie da duros a pesetas. Una primera lectura del PERTE no parece haber convencido a algunos de los principales implicados, que ven un exceso de iniciativas concretas para la industria agroalimentaria, la que aprieta los precios y mueve la cadena de valor a conveniencia, frente a una indefinición y una generalidad en las acciones transversales para el desarrollo rural, el de los productores que mueven cada día la tierra de sus hectáreas con la ilusión de no perder lo puesto, a pesar de todo. El campo está que arde, y no es por los incendios. Quiere salir a la calle a protestar para que la gente se dé cuenta de que nos estamos cargando la calidad de nuestros productos agrícolas y la viabilidad de todo un sector económico que, aunque sea menos importante que la digitalización, no deja se ser la esencia de lo que somos y de donde venimos. Meteduras de pata bíblicas, como la de la ministra Díaz, devoran más la situación, y no aprovechar el dinero de Europa para ajustar algunos resortes y sentar las bases de la cadena alimentaria y de sus gentes, se puede pagar muy caro. 

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