OPINION

Nos encanta que nos engañen, ya somos populistas

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias tras la firma, en La Moncloa, del acuerdo sobre los Presupuestos Generales del Estado para 2019.
Pedro Sánchez y Pablo Iglesias tras la firma, en La Moncloa, del acuerdo sobre los Presupuestos Generales del Estado para 2019.

El espíritu de la Transición, bendito, muere ante nuestra indiferencia. Ya no nos gusta que nos hablen de concordia, de convivencia, de respeto, de transacción. Ha llegado la hora del castigo al enemigo, de imponer nuestras ideas. Y si con eso conseguimos ofender, pues mejor todavía. Ya no queremos poder débil, reclamamos el poder fuerte y certero que nos ofrecen los populismos. Sin darnos cuenta nos vamos convirtiendo – o nos hemos convertido ya – al populismo. Mal asunto, pero qué le vamos a hacer, es lo que hemos decidido entre todos. Nos encanta que nos engañen, ya somos populistas.

¿Populista yo?, me responderá aireado. Pues sí, también usted. Y si no lo  es, pronto lo será. Nadie quedará impune ante el vendaval populista por venir. Porque no somos como somos, somos como los demás son. O, al menos, en gran parte. Salirse de la moda siempre resulta muy difícil y casi imposible conseguirlo del espíritu de los tiempos. También usted y yo seguimos a la manada, aunque no queramos reconocerlo. Mírese en los demás y se verá reflejado en el espejo de su comportamiento. Se comporta de una manera demasiado similar a la de los que le rodean. Así de sencillo, así de duro. Nos influimos los unos a los otros más de lo que quisiéramos y más parecemos borregos de rebaño que águilas solitarias y advertidas. Le molesta, ¿verdad? A mí también y bien que me fastidia.

Usted y yo nos creemos únicos, cuando, en verdad, somos gotas de agua dentro del torrente general. Nuestro rumbo viene determinado en alto grado por las corrientes y los vientos dominantes. Pero no nos atormentamos por ello, se trata de nuestro sino desde el origen de los tiempos. Por eso, dibujamos antaño los mismos tipos de pintura rupestre, erigimos dólmenes idénticos, templos clásicos, románicos, góticos o barrocos al mismo tiempo. Poca originalidad tuvimos entonces y menos, aún, hoy. De alguna manera, vibramos al unísono y eso se nota en gustos y expresiones. Somos simios hipersociales y nuestra individualidad se conforma en gran parte por la de los demás. El grupo y los tiempos esculpen nuestra forma de pensar y de comportarnos y sólo unos pocos, por no decir casi ninguno, son capaces de liberarse de los condicionantes del siglo.

Y los tiempos que nos tocan vivir viran preocupantemente hacia el populismo. Atención, porque antes nos aterraba y ahora lo reclamamos. Populismo en Europa, en EEUU, siempre en Latinoamérica y ahora en España. En todos los lugares reclamamos que nos engañen con propuestas simples, de buenos, malos y de soluciones mágicas. Y nos quedamos tan contentos con la mercancía-crecepelo que nos venden y que compramos con fruición. Son tiempos de populismo y a él nos apuntaremos todos o, mejor dicho, casi todos, porque siempre quedará un irredento reducto de cordura que será proscrito por las mayorías populistas que dominarán el escenario político de estos próximos años. Ojalá seamos capaces nosotros de resistir el embate, aunque no creo que lo consigamos. El discurso populista lo impregna todo y resulta imposible limpiarse por completo de su chapapote.

Podemos supuso nuestro encuentro con el populismo. El PSOE-Sánchez ha corrido a apuntarse a la fiesta, por miedo de quedarse fuera de la foto. Pero en la derecha, otro tanto ocurre. VOX posee las recetas mágicas para recuperar la esencia patria y forzará a Casado y a Rivera a la política de mensajes simples y contundentes dirigidos a las vísceras. O también se convierten en populistas o, sencillamente, no serán, es el veredicto de los tiempos. Populismo de izquierdas versus populismo de derechas, es lo que hay. Enterremos a la transición de una vez y cantemos la verdad del barquero a quién tanto nos incomoda y que tenemos enfrente.

Vox en Vistalegre
Multitudinario encuentro de Vox en Vistalegre (Madrid)/ Vox

Nos adentramos en la era del populismo. El reciente acuerdo, programático-declarativo- y poco presupuestario, firmado por el gobierno de España – que no por el grupo parlamentario socialista – con Podemos es un buen ejemplo de ello. Lo que parece importar es que los titulares ideológicos vendan bien. Lo demás, ¿qué más nos da? Esa es la fuerza del populismo. Sabemos que nos engaña, pero nos encanta escuchar su melodía, porque, de alguna manera, también es la nuestra. El populismo es discurso, los resultados y las consecuencias hace tiempo que dejaron de interesar a nadie.

Por ejemplo, lo firmado acerca del precio del alquiler de la vivienda es una muestra de discurso populista de incierto resultado. Teníamos un supuesto problema con los precios de los alquileres y Sánchez-Iglesias lo acaban de resolver de manera proverbial. ¿Cómo? Pues limitándolo por ley, o por ordenanza, que lo mismo da que da lo mismo. De arte, si no fuera por la enorme perversión que supone. ¿Alquileres altos? Pues el populismo tiene la solución. Fijamos un tope por ley y solucionado el problema. ¿Han visto qué fácil? ¿Cómo no se le había ocurrido antes a nadie? La receta está clara. Que las autoridades fijen precios populares para evitar los desmanes del mercado. Y serán muchos los bienintencionados que se rindan ante la simpleza eficaz del disparate.

En Venezuela llevan tiempo controlando los precios para hacerlos populares y evitar la especulación y ya conocemos el resultado: escasez y hambre. Aceptemos hoy el control de precios en el alquiler, mañana en la luz, pasado en los automóviles y al día siguiente en el de las patatas. Y, en cuanto nos descuidemos, Venezuela seremos. Pero como nos adentramos en los tiempos populistas, nos abonaremos al discurso del control de precios. ¡Que los concejales, los consejeros o los ministros fijen los precios para que sean populares y sociales! Y ojo a los que se opongan a este simple acto de justicia, porque serán considerados como enemigos del pueblo y siervos del capital.

Desde la Antigüedad se teorizó sobre el precio justo de las cosas y se abominó sobre los abusos. Pero, ¿cuál era el precio justo de un bien? Durante siglos, la Iglesia defendió que el precio justo de un bien era el coste de producción más un ligero beneficio. Fueron los escolásticos españoles los que lograron superar estar rigidez, al romper con el matrimonio necesario entre precio justo y valor de producción. Vincularon el precio al valor percibido por los consumidores y a su escasez o abundancia. O sea, que lo asociaron directamente y por vez primera a la idea del mercado. En la actualidad, el mejor precio es el que fija un mercado transparente y no manipulado. La lógica de mercado dice que, si los precios suben, lo que hay que hacer es sacar más viviendas para alquilar. Así bajarán. Y con el control de precios se conseguirá exactamente lo contrario, que cada vez menos empresas o particulares pongan sus pisos en alquiler, luego, al final, terminarán subiendo de una u otra manera. Pero como no existe poesía en las leyes del mercado, abominamos de ellas. Ahora queremos que nos mientan en verso con la rima populista y que nuestras autoridades, justas, sabias y democráticas, fijen el precio de las cosas. Así nos irá.

Nos encantan que nos engañen. Por eso abrazamos el discurso populista. Que pena que la realidad sea una aguafiestas al marchar en una senda diferente a la de nuestros desvaríos. Ya somos populistas, de una u otra manera. Hemos cruzado una puerta de la que, desgraciadamente, nos costará muchos años y mucho dolor poder salir. Pero que le vamos a hacer, somos como son los demás -populistas- y ese es el designio de los tiempos que nos tocan vivir, amén.

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