Marca de agua

La Cataluña constitucional, entre susto o muerte y la abstención

Moncloa rechaza endurecer las medidas pese al pico del Covid y se vuelca con Illa
La Cataluña constitucional, entre susto o muerte y la abstención
Fernando Calvo / Moncloa

La dimisión de Salvador Illa llega tarde y será incompleta si no lleva aparejada la de Fernando Simón, el oráculo del Gobierno que a fuerza de predecir el pasado nos ha despojado de la fe en el futuro. Quieran que no, ambos están indisolublemente unidos en el imaginario colectivo como lo están El Gordo y el Flaco, Bonnie & Clyde o La Bella y la Bestia: son ontológicamente inseparables. Por tanto, Simón pierde su razón de ser si a partir de ahora no le acompaña la triste figura de Illa en su parte diario de la peste.

Pero tampoco el candidato Illa empieza con buen pie. Al haber apurado tanto los tiempos, rebañando ávidamente el plato mediático, los estrategas de Moncloa han cometido dos graves errores: han despilfarrado el efecto sorpresa del nuevo jugador, presentado como el "Bienvenido Míster Chance" que habrá de rescatar a los catalanes de su extravío; y han calcinado la reputación de un ministro que deja su cargo el mismo día que la pandemia bate récords.

Tú no puedes despedirte honrosamente cinco minutos antes de que tu Ministerio revele que la cepa británica está creciendo "muy rápidamente", lo que traerá más hospitalizaciones y muertes. Si te vas así, estás admitiendo que ya sobrabas antes como ministro, lo que invita a pensar que estás sobrando ahora como candidato. ¿Qué capitán es ese que huye del barco en plena tempestad? Peor aún, Illa ha salido corriendo por la puerta de servicio del Congreso para no dar la cara y rendir balance de su gestión, inaceptable falta de respeto a los 80.000 muertos por el virus.

Mal comienzo electoral, en suma, del exministro de Sanidad, achicharrado estúpidamente por el ventajismo de Pedro Sánchez. Tampoco está claro que, de celebrarse finalmente los comicios el 14 de febrero como quieren los socialistas, se cumplan los pronósticos de Tezanos. Es cierto que el PSC ha aprovechado el vacío dejado por Ciudadanos para liderar sin apenas competencia el amplio espacio de la Cataluña no separatista. La fragmentación del constitucionalismo en cuatro formaciones favorece las expectativas del mismo partido que gobierna España, aunque sea por puro pragmatismo para impedir una mayoría independentista. Otra cosa es que al día siguiente de las elecciones Salvador Illa y Miquel Iceta corran presurosos a pactar gobierno con ERC.

Sin embargo, el principal enemigo de Salvador Illa es la abstención. Es el más temible de todos, al punto que puede causar su derrota y desmentir los vaticinios demoscópicos. Diversos factores están conspirando, como una tormenta perfecta, para hundir la participación electoral. Interviene, en primer lugar, el rebrote virulento del coronavirus, la tercera ola, que está acelerando la vuelta al confinamiento más o menos estricto de la población.

Hay miedo a salir, a mezclarse con la gente en lugares cerrados, a guardar cola. Votar por franjas horarias según la edad es un lío, un engorro. Decenas de miles ni siquiera saben si podrán romper la cuarentena para ejercer su derecho. También crece el hartazgo de la gente contra una clase política empeñada en demostrar su incompetencia desde la primera hasta la tercera ola. Es un desapego aún más radical que el de años pasados.

Naturalmente, la tormenta abstencionista golpeará a todos los partidos, pero no con la misma intensidad. El más dañado será, sin duda, el granero constitucional. Por tradición, las elecciones catalanas nunca han despertado gran entusiasmo entre los votantes socialistas o populares, como si fueran una querella particular de nacionalistas. La única excepción se produjo en 2017, cuando el constitucionalismo acudió en masa a las urnas para frenar el golpe de los sediciosos. Aquel día se registró un 82% de participación, la mayor de la historia autonómica. De ahí que ganara Ciudadanos.

Pasado el subidón ante la amenaza separatista, el clima político reinante entre los constitucionales es de bajón emocional. El fracaso de Inés Arrimadas para catalizar una alternativa creíble y duradera ha generado frustración, tal vez fatalismo, que llevan al votante a desentenderse del juego. Para más inri, a nadie se le escapa que votar al PSC equivale a reeditar el tripartito con ERC y la extrema izquierda, en justa correspondencia a las deudas contraídas en Madrid por Pedro Sánchez. La perspectiva no es muy alentadora: susto o muerte.

Por el contrario, el ecosistema separatista no necesita alicientes añadidos para movilizarse. Miles de sueldos, de subvenciones y de negocios paralelos dependen de sus resultados electorales. Nada incentiva tanto como el olor del dinero público. No descarten, sin embargo, algún golpe de efecto de Puigdemont (¿desafiar la orden de detención y asistir de cuerpo presente a un mitin?) y de Junqueras, en guerra ambos por la primacía del voto independentista. Ellos tienen mucho que perder, mientras que los catalanes constitucionalistas no tienen claro qué pueden ganar.

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