Libertad sin cargas

La peor pesadilla de Sánchez tiene nombre de mujer

Pedro Sánchez sostiene su plan de recuperación en una recuperación sin precedentes.
Pedro Sánchez sostiene su plan de recuperación en una recuperación sin precedentes.
EFE

Pedro Sánchez se despertó sobresaltado. El sudor corría frenético por sus mejillas. ¡Qué paradoja! “No dormiría por las noches, como el 95% de españoles, si hubiera aceptado las imposiciones de Podemos”, dijo en su día justo antes de dar el ‘sí quiero’ a Pablo Iglesias. Sin embargo, no era ese pacto de gobierno, para él inevitable y un mal menor, el que turbaba su descanso. Ni siquiera en la semana en que su vicepresidente le había puesto en evidencia -por enésima vez- al atacar con fiereza a los ‘diabólicos’ empresarios horas después de que él mismo les hubiera pedido ayuda para sacar adelante su plan estrella de reformas. “Son las cosas de Pablo -pensaba, también inquieto por el ‘affaire Dina’-. Tiene que liarla para ser él”. En realidad, lo que de verdad agitaba a Sánchez no procedía de fuera, sino de sus propias entrañas. Y se había convertido en una pesadilla recurrente durante toda la legislatura. No es que tuviera demasiado apego por la protagonista de sus desvelos, pero sabía que su ausencia le abocaba a elecciones anticipadas y, quién sabe, a perder aquello que tanto quería y por lo que tanto había luchado: su despacho en Moncloa. Ya despierto, solo pensar en que ella pudiera irse le provocaba sudores fríos.

Como si de un ‘film noir’ se tratara, todo empezó una noche, de manera aparentemente accidental. Mayo de 2020. En plena tragedia nacional por el coronavirus, se hacía pública la abstención de Bildu para sacar adelante el estado de alarma. Horas después, cuando moría el día, con nocturnidad, premeditación y alevosía, se desvelaba que el interesado plácet de los independentistas coincidía con la firma de un acuerdo con PSOE y Podemos para acometer la derogación íntegra de la reforma laboral, un anhelo de todos los firmantes. El pacto provocó una oleada de indignación tanto en los sectores empresariales, incrédulos ante semejante traición, como en los analistas más temerosos de la ira de Bruselas. Entonces apareció ella. ¿Derogar la reforma laboral? “Sería absurdo y contraproducente abrir un debate de esta naturaleza y generar inseguridad jurídica en este momento. Los contribuyentes nos pagan para solucionar problemas y no crearlos”, zanjó al día siguiente, visiblemente molesta. Esa noche fue la primera. Sánchez soñó por primera vez con su partida ora a un organismo internacional ora en busca de aguas más tranquilas. La mera posibilidad de que eso sucediese elevaba su zozobra. Y es que al presidente no se le ocultaban sus logros, la mayor parte de las veces silenciosos.

Por ejemplo, ella tenía mucho que ver en la luna de miel que Sánchez vivía con el Ibex 35. Jamás había soñado aglutinar semejante concurrencia rindiéndole pleitesía. ¡Y había que ver cómo estaba el auditorio cuando presentó su plan de reformas, con piano incluido, prometiendo la creación de 800.000 empleos en tres años! O el doble si se tercia, que el papel lo aguanta todo. Por detrás, entre bambalinas, el trabajo está hecho. Muchas de esas empresas, con las cotizaciones por los suelos y a tiro de opa, habían recibido cuando arrancó la pandemia el mejor de los regalos, véase una ‘golden share’ que permite al Gobierno bloquear cualquier maniobra de un inversor no europeo que aspire a tomar un 10% de su capital o asaltar el consejo de administración. Antes, ella se había ocupado de tejer las deshilachadas relaciones con alguna de las principales corporaciones del selectivo, incluso rehaciendo los canales de comunicación y buscando las personas de contacto para acometer con la profesionalidad debida la olvidada fontanería. “Todo lo que se transmite fuera es que los movimientos hostiles no son bienvenidos. Y es de gran ayuda tal y como están las casas”, confesaba esta semana ‘sotto voce’ un alto ejecutivo en una de esas firmas, tan dependientes de la regulación y del Boletín Oficial del Estado (BOE).

Se había convertido en una pesadilla recurrente durante toda la legislatura. Sabía que su ausencia le abocaba a elecciones anticipadas y, quién sabe, a perder aquello que tanto quería y por lo que tanto había luchado: la Moncloa.

La culminación de ese noviazgo se había producido a resultas de la fusión actualmente en marcha entre Caixabank y Bankia. El Banco Central Europeo, con su vicepresidente Luis de Guindos a la cabeza, insistía: era necesario acometer otra ronda de fusiones en el sector bancario, atenazado por los bajos tipos de interés, los problemas de rentabilidad y valores en libros de las entidades que sonrojarían al financiero más avezado. La integración entre la histórica caja catalana y el banco participado por el Estado tenía todas las bendiciones políticas y, desde que la diseñaron en agosto, un sinfín de beneficios para todos los implicados. Sin embargo, un obstáculo amenazaba con frenar la operación. El Gobierno, con un roto latente en su participación, no podía renunciar a la prima en el proceso de absorción. Cada euro cuenta. Por su parte, para la Fundación -principal accionista de Caixa- bajar del 30% en la nueva sociedad era una ‘línea roja’, tanto por temas de consolidación fiscal como por la sombra de tener que lanzar una opa a poco que elevara sus cuota en el capital. Fue en su despacho donde se pactó la dispensa para que la entidad pudiera comprar títulos en mercado para adecuar la participación, aduciendo razones industriales. Gracias al movimiento no solo se ponía alfombra roja a la boda, sino que se abría camino a otras como la de Unicaja y Liberbank. Un saneamiento del sector financiero que Sánchez siempre podría ensalzar entre sus conquistas.

Ante tamaños logros, capaces de satisfacer el ego del más modesto, ¿tenía sentido la zozobra del presidente? Sánchez sabía que sí. Desde aquellos días de marzo, ella se sentía sola, aislada, un verso suelto en un gabinete permeado por Podemos y entregado a un gasto público sin tino. Al principio, en lo más duro de la pandemia, dudó. No veía con los mejores ojos el montante del ‘escudo social’ que quería vender el ‘sanchismo’, pero se plegó ante un escenario inédito. Meses después, las vacilaciones habían desaparecido del todo: fijar un techo de gasto en el entorno de los 200.000 millones de euros, con una previsión de caída del PIB por encima del 11%, era el mejor abono para el fracaso, con un deficit público delirante convertido en la herencia maldita para toda una generación. Solo un factor exógeno, extraordinario y deslumbrante, funcionaba para ella como un rayo de luz que le atraía y le daba fuerzas para seguir. Y es que la última oportunidad de la economía española eran los fondos europeos, una inyección fabulosa que, bien orientada, sería capaz no solo de provocar el giro productivo que necesitaba el país sino de ofrecer tracción a todo el tejido industrial intermedio. Controlar las bondades de esos proyectos era sinónimo de controlar el futuro. Y muchos querían hacerlo.

Para empezar, la propia estructura de Moncloa que pilota Iván Redondo quiere jugar también su partido en el control de las ayudas, consciente del poder que otorga que las grandes empresas del país tengan que pasar por el complejo de la carretera de La Coruña para acceder a los dineros. También el Ministerio de Hacienda busca su sitio para cuajar un ‘triunvirato decisor’ que apruebe las iniciativas. Que aguanten paciencias que ya están al límite dependerá de cómo se forje esa gobernanza y, como diría el clásico, Sánchez lo sabe. Por eso apenas concilia el sueño mientras le ronda lo peor. Porque la deserción de esa dama, cuya trayectoria y reputación le permiten jugar en el tablero que le apetezca, no cuenta hoy en día con plan B. Es lo más parecido a una ‘femme fatale’ que se ha cruzado en los sueños del político madrileño, en tanto constituye el recordatorio diario del fracaso económico que puede ser. Para las élites empresariales, la cuestión no es mucho más fácil, ya que perderían un ancla, la garantía de ortodoxia en una época de rentabilidades a ras de suelo y ajustes a raudales. Para bien o para mal, en economía y en plena segunda ola del virus, el camino entre la ‘nada’ y la confianza se recorre con apenas una ‘i’.

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