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La crisis del PP y el 'síndrome de Blancanieves' en las sociedades cotizadas

El temor que suscita cualquier sombra cercana al poder es un mal endémico en la política y en los negocios. La crisis del PP demuestra, en su traducción al Ibex, la urgencia de contar con planes de sucesión en las empresas.

El 'sindrome de Blancanieves' identifica el temor de la clase dirigente ante cualquier colaborador que pueda hacerle sombra
El 'sindrome de Blancanieves' identifica el temor de la clase dirigente ante cualquier colaborador que pueda hacerle sombra
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Dicen que en política el verdadero enemigo no es el de enfrente sino el que está al lado. El mismo principio se puede extender a todo el mundo dirigente donde nadie quiere tener rivales que le hagan sombra. A Pablo Casado se lo ha llevado por delante el miedo que suscitaba el ascenso de Isabel Díaz Ayuso y con la misma precaución el candidato a la sucesión en el Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, exige la aclamación de todos sus conmilitones para ser elegido al estilo patentado por Florentino Pérez en el Real Madrid. No dar batallas que no estén ganadas de antemano es la principal enseñanza del Arte del Guerra, el mítico manual de estrategia militar que se imparte desde hace décadas en las escuelas de negocio de medio mundo. En España su más gráfica adaptación se encuentra en el clásico de Blancanieves y el síndrome del espejo impertinente que tiende siempre a destacar la potencial existencia de otro más guapo en el reino.

La crisis del Partido Popular y su fulminante desenlace demuestra los riesgos que entraña la obsesión por perpetuarse en el ejercicio del poder, una actitud pacata en la búsqueda de mayores designios, amparada por una visión acomodaticia de la labor ejecutiva y mitificada en el manido axioma de que lo importante no es llegar sino mantenerse. Visto lo ocurrido en la primera fuerza de la oposición parece evidente que el gran objetivo de su dimisionario jefe de filas no ha consistido tanto en descabalgar a Pedro Sánchez de La Moncloa como en asegurarse que nadie pudiera defenestrarle de la planta noble de Génova. Para ello toda la gestión estratégica de Pablo Casado desde que hace cuatro años tomó el relevo de Mariano Rajoy ha consistido en cultivar adecuadamente los apoyos internos a nivel local y provincial con la única misión de renovar mandato en el Congreso que su partido tenía previsto celebrar en julio.

Los acontecimientos han obligado a convocar de urgencia el cónclave nacional del PP para primeros de abril, aunque será otro quien recoja ahora el timón, probablemente con la misma y oculta intención de concentrar todos los poderes dentro de un horizonte temporal indefinido. El instinto básico de cualquier gobernante, da igual cuál sea el tamaño de su imperio, no es otro que morir con las botas puestas y sólo las circunstancias sobrevenidas e incontroladas obligan a descalzarse antes de entregar el alma política en la plaza pública. Pero la vida civil sigue y siempre puede ofrecer alguna oportunidad en cualquiera de esas múltiples puertas giratorias que conducen a una nueva y bien remunerada reencarnación profesional. Lo que digan los demás está de más porque como ironizaba el castizo “de mi pueden decir lo todo lo que quieran mientras no me digan una Misa”.

Las retribuciones de los grandes del Ibex dista mucho de atender al llamamiento de moderación salarial invocado por el gobernador del Banco de España

El fenómeno del astro sol en el terreno de la alta política nacional se legitima con anhelos de unidad, integración y cohesión interna que son comúnmente aceptados después de una crisis tan repentina y devastadora como la que está viviendo el Partido Popular. La estructura monolítica de las grandes formaciones parlamentarias favorece la veneración al líder como elemento para medrar o, al menos sobrevivir, en un entorno donde los críticos son categorizados y denostados por el mero hecho de serlo. Una anomalía en sociedades tradicionalmente cerradas que se ha extendido de manera perversa y descarada al mundo carpetovetónico de los negocios, donde los atavismos de una cultura decimonónica perseveran frente a las presiones de un mercado de capitales globalizado que poco a poco va cortando las poderosas raíces del más rancio ordeno y mando.

A los grandes gestores de las sociedades cotizadas el buen gobierno no les ha llegado todavía a lo más profundo del corazón. Las recomendaciones que a tales efectos viene librando la CNMV se inoculan de manera lenta en los procedimientos internos de gestión como una propina a los inversores institucionales en contraprestación al buen provecho de todos los estómagos agradecidos que aparecen en los informes de remuneraciones y demás especies añadidas. Este año, a mal tiempo mejores sueldos, parece que una inmensa mayoría se ha puesto de acuerdo en desoír las advertencias del gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos, cuando habla y no para de asegurar la moderación salarial en las empresas españolas. Se ve que eso de la inflación no cuenta para los más ilustres dirigentes de las compañías en bolsa.

Con la misma y desesperante gradualidad los deudos de Juan Palomo van arrastrando los pies en la puesta al día de los planes de sucesión que exigen los grandes fondos internacionales. La actual temporada de juntas puede marcar un antes y un después en la consideración de los nuevos testamentos de la alta dirección ejecutiva. La estabilidad de los proyectos es un bien codiciado por todas aquellas gestoras que están obligadas a escalar la rentabilidad de sus inversiones. Ahora que la sostenibilidad se ha convertido en un mantra de gestión a nivel global parece impensable que una empresa consiga alcanzar la excelencia que requieren los mercados sin certificar públicamente una línea de continuidad a medio y largo plazo. Para ello es básico que los accionistas, dueños reales de una entidad, conozcan no sólo a los monarcas del Ibex sino también a sus herederos en el escalafón al trono.

La división de poderes y los planes de sucesión en las cúpulas ejecutivas marcan la nueva tendencia de lo que se entiende por buen gobierno corporativo

Las grandes empresas que alardean de liderar la marca España por el mundo entero están obligadas, más tarde o más temprano, a sacudirse los complejos que endemoniaron a la bruja de Walt Disney hasta convertirla en uno de los personajes más horrendos de la factoría de ficción hollywoodense. La gerencia basada en estructuras cortesanas al servicio del buen patrón como amo, señor y ser superior que todo lo puede y lo decide tiene los días contados y cada vez son menos y más aislados los ejemplos de compañías que tratan de sustraerse a los requerimientos que exige su constante apelación al ahorro privado. Bien sea por convicción, o a lo peor por necesaria obligación, la tendencia hacia un nuevo modelo de gobernanza es ineludible y aunque los últimos años han registrado importantes avances no es menos cierto que aún resta un largo camino por recorrer.

El destape de las retribuciones del consejo y la alta dirección fue el primer aldabonazo de una serie de cambios que se antojan inevitables para superar el verdadero examen del buen gobierno corporativo. El segundo capítulo se está escribiendo ahora a partir de la división de poderes en el seno de las cúpulas de mando, cuya materialidad no será efectiva mientras los presidentes se empeñen en utilizar el apellido de ejecutivos en sus tarjetas de visita. Entre tanto cabe destacar también la reestructuración de los consejos de administración con objetivos esenciales de diversidad, eso sí limitados de momento a cuestiones de género. Pero son los planes de sucesión los que representan la verdadera prueba del nueve que va a definir en los próximos años una praxis del todo acorde con los estándares que reclama la comunidad financiera internacional. Habrá que ver quien se sube al carro y quien sigue agarrado a la rueda.

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