Frente a las estafas y oportunismos

Bienes escasos y especulación: lecciones de 1918, la Guerra Civil y la posguerra

  • El miedo generalizado a una posible escasez multiplica la velocidad de que se produzca, sobre todo, cuando se generan en crisis sanitarias.
Foto de Primera Guerra Mundial
Foto de Primera Guerra Mundial

Hace ya más de 30 años mi abuela tenía una vecina un poco mayor que ella con quien tenía cierto trato y que en una ocasión recuerdo haber visitado. Me sorprendió que apilara montones de periódicos viejos que habían pasado de la despensa y seguían expandiéndose hasta la cocina. Puede que fuera un principio de síndrome de Diógenes, pero mi abuela, compasivamente, me explicaba que su vecina temía obsesivamente los tiempos de la Guerra Civil, cuando en Madrid no había calefacción. El papel de periódico es un mal combustible, pero quizás en una chimenea podía arder para evitar el frío. Es muy probable que la explicación que desplazaba al síndrome de Diógenes por la obsesión del trauma bélico, fuera cosecha de mi propia abuela, que también vivió la guerra de joven.

La cuestión del miedo a la escasez cambia radicalmente cuando se traspasa la línea de la realidad. Guerras, crisis económicas, epidemias mortales. Nadie salvo algunos recién nacidos ahora centenarios pudieron haber vivido la gran pandemia de la Gripe Española de 1918. Coincidió además con el final de un gran cataclismo europeo: la Primera Guerra Mundial. Durante la angustiosa posguerra, rematada con la terrible epidemia que le costó la vida a más de 50 millones de personas, sobrepasando la mortalidad del campo de batalla, hubo un bien cuya escasez y demanda nadie habría imaginado hace dos meses y que ha vuelto a repuntar.

En 1918, como ahora, los periódicos en EEUU por ejemplo se llenaron de anuncios ofreciendo mascarillas a precios desorbitados y atención, también se publicaron instrucciones para confeccionarlas de forma casera con materiales menos escasos. No existían las redes ni internet, pero la radio y los periódicos cumplían exactamente la misma función.

Una crisis sanitaria es una crisis sanitaria, ahora y hace un siglo. No se recuerdan en cambio entonces grandes acopios de papel higiénico, pero la escasez de las deseadas mascarillas en 1918 es prácticamente una fotocopia de lo que ha ocurrido ahora. Frente a la obsesión por los rollos de papel higiénico el producto y la marca que se benefició de aquel cataclismo de 1918 sería impensable ahora: ante el bulo que corrió entonces de que la barba y el bigote podían almacenar el virus haciéndolo resistente, se disparó al venta de cuchillas de la marca Gillette, que hizo su agosto.

Al igual que ahora y después de que la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, rebatiera la inicial decisión del gobierno de permitir que las peluquerías siguieran abiertas durante el confinamiento, medida que se corrigió apenas unos días después en toda España, en 1918 también se cerraron debido al confinamiento, por lo que la demanda del invento de Gillette espoleado por un rumor se disparó. Poco después se demostraría su falsedad, pero para entonces, la marca despegó y se hizo un hueco en los hogares.

Paradójicamente, el miedo generalizado a una posible escasez, basado tanto en razonamientos lógicos como en creencias erróneas, multiplica la velocidad de que se produzca. Es un comportamiento del tipo rebaño que nada tiene que ver con la ‘inmunidad de rebaño’ a la que inocentemente aspiró el gobierno británico en los primeros días del COVID: Boris Johnson, el presidente de Reino Unido acabó en la UCI.

Un ejemplo claro de este fenómeno es el del dinero, del que se derivan consecuencias funestas a menudo. Fue el caso de la Gran Depresión de los años 30 en EEUU, tras el crack del 29 del mercado bursátil de Wall Street. El temor a un cierre de los bancos, a un racionamiento de la disposición del efectivo produjo la retirada masiva de fondos en todo el país para atesorar papel-moneda, es decir dólares. El temido corralito.

La propia demanda desmesurada provoca que efectivamente se produzca una imposibilidad de retirar todos los fondos consistentes en anotaciones contables en los bancos debido a la multiplicidad del dinero bancario: es una obviedad, pero merece la pena repetirlo: no existe ninguna moneda física que represente todos los depósitos, si todo el mundo decidiera retirar el dinero de las cuentas bancarias sencillamente no habría suficiente. Es la razón por la que ante la posibilidad de que ocurra, las autoridades limitan el efectivo disponible ante una avalancha de demanda si llega el caso, como no hace tanto tiempo ocurrió en Argentina y más recientemente en Grecia.

Antes de eso, la cuestión monetaria también se reprodujo en la Guerra Civil Española. Seis años después de la experiencia de EEUU en este caso con un matiz cruel porque la moneda cambió como resultado de la guerra. Como existían dos bandos, pronto se establecieron dos autoridades monetarias distintas, la nacional y la republicana que a su vez emitieron nueva moneda durante la contienda. Pues bien, si ante el pánico a la congelación de las cuentas, los españoles que pasaron la guerra en el bando republicano retiraron de su cuenta dinero tras el estallido del 18 de julio de 1936, cuando la guerra terminó, debido a la ley de convertibilidad bancaria de los vencedores del nuevo estado franquista, acabarían perdiendo un enorme valor. Si esos mismos ciudadanos en cambio hubieran dejado las cuentas en su sitio habrían recuperado el total.

Injusticias y crueldades de las guerras, las crisis y los estados de pánico. Ante un estado de excepcionalidad, crisis y escasez surgen también el inevitable oportunismo: el acopio injustificado de bienes esenciales para su posterior venta al doble de precio, la especulación, la explotación de los miedos y las necesidades del resto para el enriquecimiento propio. Nadie lo expresó mejor que Graham Greene en el guión de ‘El Tercer Hombre’ (1946) dirigida por Carol Reed. Durante la terrible posguerra de 1945, en una Viena derruida y dividida en tres zonas -sector americano, británico y soviético- un criminal sin escrúpulos, Harry Lime -Orson Welles- se dedica a traficar, entre otras cosas, con un bien escaso clásico en los momentos de crisis, los medicamentos necesarios para los hospitales.

La clave no reside en un mercado negro más o menos al margen de la ley -siempre hubo permisividad con algunos productos- que garantice un racionamiento y unos precios justos. Harry Lime trafica con penicilina en el mercado negro, pero no aumentando el precio al margen de la legalidad, sencillamente hace pasar agua con azúcar por el antibiótico. Recomiendo la película.

Esperemos que en la inmediata ‘posguerra’ del Covid que se avecina no surjan falsas vacunas, medicamentos milagrosos, ni criminales que se aprovechen del dolor ajeno. Se han denunciado ya a algunos oportunistas que han vendido en redes mascarillas, guantes y geles de hidroalcohol y otros productos muy por encima de su valor real. El miedo a la escasez es el mayor vector para que definitivamente escasee, el acaparamiento no es una oportunidad de negocio como sí ocurrió con Gillette, aunque fuera un bulo, es un punto de partida para provocar más caos.

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