OPINION

España, en quiebra económica, política y social por el virus

Imagen de la Gran Vía de Madrid vacía por el coronavirus y el estado de alarma
Imagen de la Gran Vía de Madrid vacía por el coronavirus y el estado de alarma
EP

Decimoctavo día de confinamiento. Ya ha llegado la primavera, pero podría ser invierno. El sábado y el domingo ha hecho un tiempo espléndido, hay sol tras los cristales y el cielo parece muy azul... Seguro que en el Parque Juan Carlos I habrá flores, estarán explotando los colores, los conejos -siempre ocultos en sus madrigueras- correrán sin miedo por las praderas... En el Parque del Capricho debe respirarse como poco la misma paz. Probablemente. Supongo que todo será como digo. Lo intuyo. El encierro no me permite traspasar el umbral de la puerta y, cuando lo hago para conseguir viandas, salgo con guantes y mascarilla. Todos vestimos así, cuando salimos. Alguien sin látex en las manos y sin bozal a lo Anthony Hopkins es un ser vivo a evitar, un posible foco de contagio, el corazón latiendo del bicho, un portador de la muerte.

Seguimos inmersos en la devastadora espiral del coronavirus. En ese aspecto, las cosas no han mejorado; el sábado, el presidente del Gobierno mandó a su casa a todos los trabajadores, salvo aquellos que desarrollan una actividad esencial para el país. El mandatario socialista ha adoptado la vía italiana presionado y quién sabe si tarde. Bueno, tarde, seguro que sí, porque el político del PSOE y su Ejecutivo dieron anoche el cante publicando en el BOE sobre el toque de campana el nuevo Real Decreto que, por cierto, incluye una moratoria porque los trabajadores no tenían ni idea de si iban o no al tajo. Imprevisión y caos. Con todo, me ha hecho gracia que Sánchez admita que los medios de comunicación somos una actividad esencial. Lástima que en su entorno gubernamental haya quien quiera quemarnos en una hoguera al amanecer.

España se ha convertido en unas pocas semanas en un país triste, asustado, temeroso... No es para menos. La muerte embriaga los hospitales, los recintos feriales de Madrid... España se ha quedado petrificada por una marea infecciosa cargada de gran capacidad de contagio y de muerte. Ya estamos bordeando los 7.000 fallecidos y esto no ha terminado para nuestra desgracia.

Tiendas de ropa, líneas aéreas, grandes superficies, cines, taxis, clubes de fútbol, cabifys, bares, casinos, restaurantes, fábricas de coches... No sigo por no aburrir. Pero España está paralizada. Industrias, oficinas, administraciones públicas... Más desde hoy lunes en virtud de lo recogido en el último decreto ley que echa el cierre a todas las actividades que no sean imprescindibles para combatir la enfermedad o sostener el Estado.

El país está en quiebra económica, política y social.

1.- Económica, porque la recesión que vamos a vivir será terrible, el guantazo en el empleo va a ser astronómico y la economía doméstica vivirá tiempos agitados.

2.- Política, porque la gestión de la crisis del coronavirus ha creado bandos ideológicos, como si los muertos tuvieran carnés de partido. Sigo pensando que esta catástrofe nos ha venido a suceder con un Gobierno bisoño y con intereses divididos, con un Congreso y un Senado débiles y con líderes en algunas formaciones que están sin cocinar o a la deriva.

3.- Social, porque la enfermedad nos está cambiando y nos va a cambiar más. Los que no pueden despedirse de los suyos, los que no saben siquiera dónde están los cadáveres de sus seres queridos, los que no han podido ni acceder a los cementerios para evitar contagiar o ser contagiados. Todos ellos no van a olvidar lo que está pasando; los demás, tampoco. Superarán sus pérdidas pero tendrán preparada una factura que alguien tendrá que pagar. Y no será barata.

Nuestras ciudades se están transformando, adaptándose al virus maldito. Hasta la Comunidad de Madrid ha recuperado del olvido las nunca terminadas instalaciones de la Ciudad de la Justicia para convertir en un improvisado mortuorio las dependencias que habrían de haber sido ocupadas por el Anatómico Forense. Ahí está el IFEMA, que es el salvavidas de las catástrofes en Madrid. Ya cumplió tras los terribles atentados del 11 de marzo de 2004 la función de acoger a las víctimas y hoy es un inmenso hospital de campaña, con centenares de camas, un auténtico milagro levantado en tan solo unas pocas horas. Y también está el Palacio de Hielo, al que le ha caído por sus características concretas la dantesca función de ser una gigantesca morgue.

Se levanto ahí en 2003, en la calle de Silvano, cerca-lejos de todo pero bien comunicado. Antes de que se inaugurase el Palacio de Hielo había que irse de peregrinación a la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid, rozando el infinito por el paseo de la Castellana. Allí te caías igual contra el frío suelo pero tenías que irte donde aquél perdió el gorro para calzarte unos patines. El Palacio de Hielo, además, estaba nuevo, reluciente. A la Ciudad Deportiva ibas con las amigas, con los amigos, para ver si entre el vaho del ambiente cruzabas la mirada con un cisne blanco de cuchillas afiladas en los pies. Al Palacio de Hielo, hasta ahora, se iba a comer, al cine, de tiendas... y a patinar. Acompañando a una prole de pequeños y pequeñas celebrando cumpleaños. La vida que va cambiando; la que te hace viejo al surgir los más jóvenes.

En el Palacio que se levanta en Silvano hace frío, mucho frío. La necesidad ha convertido la diversión y los gritos infantiles en silencio sepulcral; las piruetas y los giros imposibles, en quietud. Es lo que tienen las morgues, que los muertos no hablan. Allí, sobre el hielo, supongo que se alinean féretros cerrados, separados unos de otros por espacios de cortesía; dentro de ellos, los restos mortales de vidas segadas por el coronavirus envueltos en sudarios. El Palacio de Hielo se ha convertido en un congelador gigantesco, aséptico, sobrio. Allí, los muertos aguardan su turno para ser inhumados o cremados, arropados por una paz gélida. Madrid, España, el Mundo viven una pesadilla que en muchas personas durará lo que les reste de vida.

Mientras, el tiempo pasa lento. Cada día hago una muesca en el rodapié del salón, marcando 24 horas más de encierro. Ya son dieciocho.

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